Capítulo 1.
1.
Tao se arrebujó en el
raído kipao que casi no oponía resistencia al monzón y avanzó por la callejuela
con celeridad. Su rostro mostraba un rictus que denunciaba el malestar que
comenzaba a hacerse creciente en su vientre. Debía llegar a su casa antes que
lo inminente ocurriera, antes que la lluvia arreciara y complicara aún más lo
que ya era una situación desesperada. Sabía que el momento del parto se
aproximaba, aún cuando su barriga apenas anunciaba su avanzado estado de
gravidez.
Un ramalazo de dolor la
hizo detener y doblarse sobre sí misma, mas se rehízo con increíble entereza y
caminó los últimos metros hasta alcanzar la humildísima morada de maderos y
chapas. La comadrona vivía a unas pocas casas, por lo que fue hasta ella y
golpeó con suavidad. Las primeras gotas heladas golpearon su rostro como
agujetas. La mujer entreabrió y avizoró con desconfianza, pero al verla asintió
con rapidez, cerrando la puerta inmediatamente.
Ella volvió a su casa y
entró, poniendo agua a calentar en un cuenco y preparando los ropajes que a
escondidas había acumulado primorosamente. Un trozo de fina seda roja que había
logrado obtener de la fábrica donde trabajaba y algunos paños de algodón para
envolver al bebé. Sabía que sería una niña y que debía renunciar a ella. Estaba
segura del sexo, con la increíble intuición de aquel que se sabe condenado.
La felicidad que sintió
al saberse embarazada nuevamente luego de tanto años desde su primogénito, se
fue oscureciendo por la perspectiva del futuro. A medida que razonó su
situación la angustia la ganó. No quería que su hija sufriera las agonías que
sabía le tocaban a las niñas en China y más cuando eran hijas de los pobres.
Ella misma las había
sorteado; tuvo cinco hermanos y vivió la muerte de dos hermanas por inanición.
En épocas de bonanza las mujeres podían conseguir su miserable porción, pero en
crisis como muchas veces ocurría, las raciones iban para los mayores y los
niños. Alimentar a las niñas era algo así como invertir en alguien que al poco
tiempo sería de otra familia por su casamiento. Como arar y sembrar el campo
ajeno con recursos propios, sin esperar recompensa alguna.
No quería eso para su
hija. Temía y respetaba a su marido Quiao; sabía de su obstinado apego a la
tradición y lo apretado de su situación económica. Temía la reacción cuando aquel
viera a la niña y no dudaba que tomaría la peor de las decisiones sin piedad.
No era malvado, solo aceptaba sumisamente los cientos
de años de destrato a las mujeres. La pobreza de los millones de campesinos
viviendo al filo de la hambruna y la importancia del hombre en la sociedad, que
era de una jerarquía cerrada, llevaban a las masivas muertes de las niñas.
El infanticidio era
habitual pero no por ello menos doloroso para las atribuladas y sometidas
parturientas. El silencio y la contención de la angustia o a veces la
aceptación pasiva de un destino inexorable eran la más habitual de las
respuestas femeninas. Cuando las niñas sobrevivían, les esperaba una vida de
sometimientos y trabajo, siempre en inferioridad de condiciones y derechos.
Sintió entonces el golpe leve en la puerta y
habilitó el ingreso de su vecina. Esta era una experimentada matrona en sus
avanzados cincuenta años, veterana en las lides de la vida y la muerte. La
trama había sido organizada con varios meses de antelación: daría a luz con su apoyo y de ser confirmadas sus
sospechas, la niña sería entregada a una familia que estaba ansiosa por tener
hijos y no podían. También esto había sido orquestado.
La casualidad y la
desesperación se hermanaron y una fortuita charla entre la gestante y la mujer
deseosa de acunar un descendiente desembocó en un preparado plan para la
entrega de la recién nacida. De ser niña la comadrona la acercaría la misma
noche previo pago a la misma, condición indispensable para el silencio
hermético.
Ella no ambicionaba más
que su bebé creciera fuerte y sana y tuviera las oportunidades que jamás podría brindarle. La única condición que
ponía es que respetaran el nombre que le adjudicaría al momento de nacer, que
sería su regalo bienvenida y despedida. Todo el plan funcionaría en la medida
que Quiao no estuviera en la casa, pues sabía que de ser así todo terminaría pronto.
Felizmente sus labores en
los sembradíos eran tantas que él y su pequeño hijo permanecían días sin venir.
Extrañaba a su niño y lamentaba que tuviera que trabajar tan duro siendo apenas
un chico, pero era menester ayudar.
Las contracciones se fueron
haciendo más continuas y poderosas; el impulso de la vida pugnaba por abrirse
camino y quebraba su pelvis en dos. Se tendió en la frágil cama y procuró
concentrarse en buenos pensamientos que dieran paso a los augurios positivos.
Sabido era que las malas energías de quienes estuvieran en el momento del
nacimiento podían afectar el futuro temperamento del bebé.
Entre estertores pidió
a la comadrona se asegurara que estaba encendida la vela roja, talismán
imprescindible para evitar que las almas que están errantes en busca de un
cuerpo en el cual reencarnarse se disputaran a la recién nacida. La luz las
ahuyentaba, por lo cual era imprescindible mantenerla.
Pronto la labor comenzó
y cada pujo le arrancaba un gemido, que pugnaba por convertirse en grito pero
que su garganta atenazaba para salvaguardar el secreto del momento. La mujer la
incentivaba con secas órdenes:
– ¡Puja, puja más!
¡Otra vez!
La última y postrera
fuerza empujó al bebé por el canal de parto y sobrevino el alivio inenarrable.
El silencio hizo incorporar con alarma
su cabeza para distinguir a la partera que cortaba el cortón, limpiaba con
energía al recién nacido y luego lo envolvía en las telas. Levantó entonces la vista
y entregándosela le dijo:
–Tenías razón, es una
niña.
No le sorprendió. Tomó
el pequeño bulto con reverencia y asomó su rostro para encontrar el ser más
adorable que jamás había visto. Gruesas lágrimas se derramaron en silencio por
su rostro; tanto amor que no tendría destinatario. Era apenas un préstamo que
la vida le hacía, por pocas horas. La alimentaría y saciaría y luego vendría el
momento del adiós.
–Es tan bella. Tan
frágil. Le pondré Jian Li.
–Es un buen nombre para
una niña que será afortunada. La familia que la recibirá es buena y vive bien.
Es la mejor decisión.
Asintió. La pequeña
boca emitió grititos de molestia y la acercó a su pecho. La bebé buscó a
tientas el pezón y con torpeza se prendió al mismo comenzando a succionar. La
alimentó cuanto quiso y luego observó mientras se dormía con satisfacción en la
calidez de sus brazos. Disfrutó y atesoró el momento, abrazándola por un buen
rato.
– ¡Es hora ya, no
demoremos más el momento!
La veterana mujer la
sacó de su ensoñación. No podían permitir que las alcanzara el alba y con ella
el trajinar de todos quienes se dirigían al trabajo. Miró a su bella niña por
última vez y la entregó con sumisión. El destino de su hija se estaba sellando
y sería de algarabía.
De esta forma se dio el
nacimiento de Jian Li una noche del año 1835 en la ciudad de Suzhou, corazón de
la producción y el comercio de la seda, bajo el imperio de la poderosa dinastía
Quing, señores de toda la China.
2.
Xian se paseaba con
nerviosismo por la gran sala. Nadie lo diría por la lentitud con la que sus
pequeños pies surcaban el espacio o por el suave toque que sus manos imponían a
los bellos objetos que adornaban la casa, bellas cerámicas y suaves brocados,
buscando acomodarlos una y otra vez.
Esa era la noche, así
se lo había comunicado su empleada en susurros. Tao se había ido con dolores
intensos de la fábrica, había resistido hasta que no pudo más. El mensaje llegó
con rapidez y generó en ella un torrente de emociones que procuró no fueran
denunciados por su rostro imperturbable, tal como era correcto.
Tantos años anhelando
ser madre, buscando concebir sin éxito, tendrían por fin su premio. No sería su
sangre pero la crianza la haría suya. Rogó que fuera una niña y sus plegarias
silenciosas se dirigieron a la diosa en forma incesante por meses. Sabía que
era egoísta y que la madre natural iba a sufrir, pero era consciente que el
destino más probable era la muerte. El plan elaborado gracias a que el azar se
puso de su lado no tenía fallos, al menos eso creía. Solo faltaba que naciera y
le fuera entregada. Si la noche corría y no tenía novedades, sabía que sus
esperanzas serían vanas.
Miró por los cristales
al sentir el tamborileo que las gotas de lluvia imponían sobre ellos. Estaba
frío. Se encaminó nuevamente a la esterilla y se sentó con calma, sirviendo un
nuevo té. Repasó los sucesos una vez más.
Había sido realmente la
casualidad la que hizo acompañar a su esposo a la fábrica, el deseo de
complacer sus continuos ruegos para que apreciara in situ los resultados de
tantos años de esfuerzo. Él era un comerciante próspero además de un avezado
lector y artista de la caligrafía, arte que practicaba como hobby en el hogar.
Amaba la tradición mas sus largos años en Macao y Hong Kong en contacto con los
occidentales habían abierto su cabeza a otras formas de relacionamiento con el
sexo opuesto. No creía en la igualdad pero si era un gentil esposo que la
complacía y no dudaba en dejar los aspectos más controversiales de su cultura
de lado.
Ella pertenecía a una
familia de raigambre en Suzhou y había sido educada en forma rigurosa en los
deberes de una mujer. Excluida de la enseñanza formal que si disfrutaron sus
hermanos, se la adiestró en las tareas del hogar: preparar el té, lavar y
remendar la ropa, recolectar la leña y tantas otros menesteres caseros. Pero
además había aprendido el fino arte del bordado y la costura.
Estas últimas tareas
eran las que más frecuentemente practicaba ahora pues la buena posición
económica en la que estaba le permitía tener ayuda extra en la casa. Una fiel
sirvienta hacía las tareas más pesadas y aliviaba su vida, dejándole el tiempo
de disfrute. Precisamente esta era quien había traído la noticia de la pronta
labor del parto.
Sorbió su té con calma
infinita mientras los detalles de la primera conversación con Tao la
alcanzaban. La había visto agachada junto a las vaporeras en las cuales se
eliminaban a los gusanos de seda de los capullos y le llamó la atención su
mirada perdida. Mientras su esposo continuaba, ella se acercó con calma y le
preguntó si estaba bien. No era lo usual preocuparse por alguien de inferior
rango, pero algo la empujó. La diosa estaba de su lado.
Tao la miró y una
solitaria lágrima surcó su mejilla. Notó entonces su vientre henchido y no
entendió la tristeza. ¡Cuánto daría ella por poder brindarle un heredero a su
esposo, por ser madre! Lo había intentado, vaya que sí. Felicitó a la empleada
y casi se retira, mas el susurro de aquella la detuvo.
–No sobrevivirá, estoy
segura que es una niña.
El fatalismo de la voz
era terrible y ella entendió ahora las razones del desaliento. Conocía la
práctica habitual aún cuando nunca la había experimentado. Se le ocurrió
entonces una idea loca, tan loca que casi la deja de lado.
– ¿Tu esposo no la
quiere?
–No, somos demasiado
pobres para mantenerla y él no cree que una niña amerite el gasto.
– ¿Y si tuvieras la
oportunidad de que sobreviva, aún cuando no sea en el seno de tu familia?
Vio la sorpresa inicial
y luego el entendimiento en su rostro.
–Prefiero que viva aún
cuando no sea conmigo.
Se retiró con rapidez
para encontrar a su marido que venía hacia ella con perplejidad. El plan nacía
en su cerebro y lo tenía que madurar y consultar. Esto hizo las siguientes
semanas: exploró los sentimientos de su esposo acerca de tener una hija, sembró
en él la insidiosa idea y cuando estuvo segura que no se negaría, envió a su empleada
con un largo recado.
Hubiera sido en extremo
sospechoso, nada habitual y pasto para los murmullos que ella volviera a estar
en contacto con Tao. Por lo cual aleccionó debidamente a quien sería su enlace
de la propuesta a realizar. Debía ser en extremo secreto. Si quería que todo
tuviera éxito, pocas personas habían de saber el plan.
Cuando obtuvo la
ansiada respuesta de conformidad, se preocupó porque los siguientes meses
comiera adecuadamente. Esparció entre sus allegados la noticia que una parienta
lejana estaba encinta y que no quería la criatura. Fue soltando la historia en
contadas dosis: el embarazo, el hecho que no querían a la niña, su pena y la
responsabilidad que sentía. Al poco tiempo todos a quienes les pudiera
interesar conocían este relato. No les llamaría la atención cuando los sucesos
se desencadenaran. Para ello, debía irse apenas el nacimiento se
concretara y retornar a los días con el
bebé.
El suave toc toc en la
entrada principal la puso en alerta y rápido se deslizó hasta el estudio de su
esposo, que controlaba los números con parsimonia. Levantó la vista cuando vio
su callada agitación y se incorporó.
– ¿Es hora?
–Creo que sí. Han
llamado.
El se trasladó con
celeridad y abrió la puerta para encontrar ante sí a una veterana mujer con un
bulto en sus brazos que apenas se distinguía de sus propias ropas. La lluvia
arreciaba ahora y ella estaba empapada. La hizo ingresar con un gesto y apenas
estuvo adentro su mujer tomó al bebé en sus brazos.
– ¡Está helada! –musitó
mientras corría hacia la estufa y posaba a la niña en una abrigada canasta que
para ese fin había preparado.
Quitó sus telas y la
envolvió en otras nuevas, suaves y limpias. Era bella, perfecta. La emoción la
ganaba. La diosa la premiaba y le entregaba el presente más soñado. Era madre,
al fin era madre.
Piao la observó y luego
se dio vuelta para atender a quien había oficiado de mensajera. Tomó un sobre
que previamente había completado con buen dinero y se lo entregó, ante lo cual
la mujer inclinó la cabeza y haciendo una reverencia se retiró.
Se acercó con calma y
observó por el hombro de su mujer a la diminuta niña. Tenía sus ojitos abiertos
y eran enormes, tanto que desdibujaban su pequeña nariz. Sonrió y miró ahora a
Xian. Esta no podía despegar su mirada de la canasta. Vio que era feliz y
entonces él también lo fue. Daría todo porque su adorada esposa estuviera bien.
Pero él también sentía que la familia acababa de completarse.
Se movió para organizar
la salida: el carruaje estaba dispuesto, solo había que cargar lo necesario
para estar 4 o 5 días en Shanghái. Allí vivía la supuesta embarazada que haría
de pantalla. El no creyó al comienzo que esto fuera necesario; era probable que
si se lo hubiera pedido al campesino Shun y le hubiera ofrecido dinero, la bebé
hubiera sido de ellos igual. Pero tanto Xian como la madre Tao se negaron. No
querían que este fuera un intercambio comercial más. La entrega era por amor
incondicional y la recepción también. Dinero de por medio hubiera ensuciado el
acuerdo.
Su alma de comerciante
no veía algo malo en esto: la necesidad de uno se satisfacía con la del otro.
Pero aceptó y entendió la sensibilidad del trato. No le venía mal además el
viaje; tenía asuntos que resolver en la gran ciudad. El comercio de la seda
dejaba pingües beneficios y el interés en ella alcanzaba a los extranjeros, que
pugnaban por repartirse las ganancias del mismo. Afortunadamente el emperador
resistía aún las presiones y esto dejaba todo el tráfico en manos de los
chinos.