sábado, 21 de enero de 2017

Primer capítulo: MURMULLOS DE SEDA

Capítulo 1.

1.
Tao se arrebujó en el raído kipao que casi no oponía resistencia al monzón y avanzó por la callejuela con celeridad. Su rostro mostraba un rictus que denunciaba el malestar que comenzaba a hacerse creciente en su vientre. Debía llegar a su casa antes que lo inminente ocurriera, antes que la lluvia arreciara y complicara aún más lo que ya era una situación desesperada. Sabía que el momento del parto se aproximaba, aún cuando su barriga apenas anunciaba su avanzado estado de gravidez.
Un ramalazo de dolor la hizo detener y doblarse sobre sí misma, mas se rehízo con increíble entereza y caminó los últimos metros hasta alcanzar la humildísima morada de maderos y chapas. La comadrona vivía a unas pocas casas, por lo que fue hasta ella y golpeó con suavidad. Las primeras gotas heladas golpearon su rostro como agujetas. La mujer entreabrió y avizoró con desconfianza, pero al verla asintió con rapidez, cerrando la puerta inmediatamente.
Ella volvió a su casa y entró, poniendo agua a calentar en un cuenco y preparando los ropajes que a escondidas había acumulado primorosamente. Un trozo de fina seda roja que había logrado obtener de la fábrica donde trabajaba y algunos paños de algodón para envolver al bebé. Sabía que sería una niña y que debía renunciar a ella. Estaba segura del sexo, con la increíble intuición de aquel que se sabe condenado.
La felicidad que sintió al saberse embarazada nuevamente luego de tanto años desde su primogénito, se fue oscureciendo por la perspectiva del futuro. A medida que razonó su situación la angustia la ganó. No quería que su hija sufriera las agonías que sabía le tocaban a las niñas en China y más cuando eran hijas de los pobres.
Ella misma las había sorteado; tuvo cinco hermanos y vivió la muerte de dos hermanas por inanición. En épocas de bonanza las mujeres podían conseguir su miserable porción, pero en crisis como muchas veces ocurría, las raciones iban para los mayores y los niños. Alimentar a las niñas era algo así como invertir en alguien que al poco tiempo sería de otra familia por su casamiento. Como arar y sembrar el campo ajeno con recursos propios, sin esperar recompensa alguna.
No quería eso para su hija. Temía y respetaba a su marido Quiao; sabía de su obstinado apego a la tradición y lo apretado de su situación económica. Temía la reacción cuando aquel viera a la niña y no dudaba que tomaría la peor de las decisiones sin piedad.
 No era malvado, solo aceptaba sumisamente los cientos de años de destrato a las mujeres. La pobreza de los millones de campesinos viviendo al filo de la hambruna y la importancia del hombre en la sociedad, que era de una jerarquía cerrada, llevaban a las masivas muertes de las niñas.
El infanticidio era habitual pero no por ello menos doloroso para las atribuladas y sometidas parturientas. El silencio y la contención de la angustia o a veces la aceptación pasiva de un destino inexorable eran la más habitual de las respuestas femeninas. Cuando las niñas sobrevivían, les esperaba una vida de sometimientos y trabajo, siempre en inferioridad de condiciones y derechos.
 Sintió entonces el golpe leve en la puerta y habilitó el ingreso de su vecina. Esta era una experimentada matrona en sus avanzados cincuenta años, veterana en las lides de la vida y la muerte. La trama había sido organizada con varios meses de antelación: daría a luz  con su apoyo y de ser confirmadas sus sospechas, la niña sería entregada a una familia que estaba ansiosa por tener hijos y no podían. También esto había sido orquestado.
La casualidad y la desesperación se hermanaron y una fortuita charla entre la gestante y la mujer deseosa de acunar un descendiente desembocó en un preparado plan para la entrega de la recién nacida. De ser niña la comadrona la acercaría la misma noche previo pago a la misma, condición indispensable para el silencio hermético.
Ella no ambicionaba más que su bebé creciera fuerte y sana y tuviera las oportunidades que  jamás podría brindarle. La única condición que ponía es que respetaran el nombre que le adjudicaría al momento de nacer, que sería su regalo bienvenida y despedida. Todo el plan funcionaría en la medida que Quiao no estuviera en la casa, pues sabía que de ser así todo terminaría pronto.
Felizmente sus labores en los sembradíos eran tantas que él y su pequeño hijo permanecían días sin venir. Extrañaba a su niño y lamentaba que tuviera que trabajar tan duro siendo apenas un chico, pero era menester ayudar.
Las contracciones se fueron haciendo más continuas y poderosas; el impulso de la vida pugnaba por abrirse camino y quebraba su pelvis en dos. Se tendió en la frágil cama y procuró concentrarse en buenos pensamientos que dieran paso a los augurios positivos. Sabido era que las malas energías de quienes estuvieran en el momento del nacimiento podían afectar el futuro temperamento del bebé.  
Entre estertores pidió a la comadrona se asegurara que estaba encendida la vela roja, talismán imprescindible para evitar que las almas que están errantes en busca de un cuerpo en el cual reencarnarse se disputaran a la recién nacida. La luz las ahuyentaba, por lo cual era imprescindible mantenerla.
Pronto la labor comenzó y cada pujo le arrancaba un gemido, que pugnaba por convertirse en grito pero que su garganta atenazaba para salvaguardar el secreto del momento. La mujer la incentivaba con secas órdenes:
– ¡Puja, puja más! ¡Otra vez!
La última y postrera fuerza empujó al bebé por el canal de parto y sobrevino el alivio inenarrable. El silencio  hizo incorporar con alarma su cabeza para distinguir a la partera que cortaba el cortón, limpiaba con energía al recién nacido y luego lo envolvía en las telas. Levantó entonces la vista y entregándosela le dijo:
–Tenías razón, es una niña.
No le sorprendió. Tomó el pequeño bulto con reverencia y asomó su rostro para encontrar el ser más adorable que jamás había visto. Gruesas lágrimas se derramaron en silencio por su rostro; tanto amor que no tendría destinatario. Era apenas un préstamo que la vida le hacía, por pocas horas. La alimentaría y saciaría y luego vendría el momento del adiós.
–Es tan bella. Tan frágil. Le pondré Jian Li.
–Es un buen nombre para una niña que será afortunada. La familia que la recibirá es buena y vive bien. Es la mejor decisión.
Asintió. La pequeña boca emitió grititos de molestia y la acercó a su pecho. La bebé buscó a tientas el pezón y con torpeza se prendió al mismo comenzando a succionar. La alimentó cuanto quiso y luego observó mientras se dormía con satisfacción en la calidez de sus brazos. Disfrutó y atesoró el momento, abrazándola por un buen rato.
– ¡Es hora ya, no demoremos más el momento!
La veterana mujer la sacó de su ensoñación. No podían permitir que las alcanzara el alba y con ella el trajinar de todos quienes se dirigían al trabajo. Miró a su bella niña por última vez y la entregó con sumisión. El destino de su hija se estaba sellando y sería de algarabía.
De esta forma se dio el nacimiento de Jian Li una noche del año 1835 en la ciudad de Suzhou, corazón de la producción y el comercio de la seda, bajo el imperio de la poderosa dinastía Quing, señores de toda la China.

2.
Xian se paseaba con nerviosismo por la gran sala. Nadie lo diría por la lentitud con la que sus pequeños pies surcaban el espacio o por el suave toque que sus manos imponían a los bellos objetos que adornaban la casa, bellas cerámicas y suaves brocados, buscando acomodarlos una y otra vez.
Esa era la noche, así se lo había comunicado su empleada en susurros. Tao se había ido con dolores intensos de la fábrica, había resistido hasta que no pudo más. El mensaje llegó con rapidez y generó en ella un torrente de emociones que procuró no fueran denunciados por su rostro imperturbable, tal como era correcto.
Tantos años anhelando ser madre, buscando concebir sin éxito, tendrían por fin su premio. No sería su sangre pero la crianza la haría suya. Rogó que fuera una niña y sus plegarias silenciosas se dirigieron a la diosa en forma incesante por meses. Sabía que era egoísta y que la madre natural iba a sufrir, pero era consciente que el destino más probable era la muerte. El plan elaborado gracias a que el azar se puso de su lado no tenía fallos, al menos eso creía. Solo faltaba que naciera y le fuera entregada. Si la noche corría y no tenía novedades, sabía que sus esperanzas serían vanas.
Miró por los cristales al sentir el tamborileo que las gotas de lluvia imponían sobre ellos. Estaba frío. Se encaminó nuevamente a la esterilla y se sentó con calma, sirviendo un nuevo té. Repasó los sucesos una vez más.
Había sido realmente la casualidad la que hizo acompañar a su esposo a la fábrica, el deseo de complacer sus continuos ruegos para que apreciara in situ los resultados de tantos años de esfuerzo. Él era un comerciante próspero además de un avezado lector y artista de la caligrafía, arte que practicaba como hobby en el hogar. Amaba la tradición mas sus largos años en Macao y Hong Kong en contacto con los occidentales habían abierto su cabeza a otras formas de relacionamiento con el sexo opuesto. No creía en la igualdad pero si era un gentil esposo que la complacía y no dudaba en dejar los aspectos más controversiales de su cultura de lado.
Ella pertenecía a una familia de raigambre en Suzhou y había sido educada en forma rigurosa en los deberes de una mujer. Excluida de la enseñanza formal que si disfrutaron sus hermanos, se la adiestró en las tareas del hogar: preparar el té, lavar y remendar la ropa, recolectar la leña y tantas otros menesteres caseros. Pero además había aprendido el fino arte del bordado y la costura.
Estas últimas tareas eran las que más frecuentemente practicaba ahora pues la buena posición económica en la que estaba le permitía tener ayuda extra en la casa. Una fiel sirvienta hacía las tareas más pesadas y aliviaba su vida, dejándole el tiempo de disfrute. Precisamente esta era quien había traído la noticia de la pronta labor del parto.
Sorbió su té con calma infinita mientras los detalles de la primera conversación con Tao la alcanzaban. La había visto agachada junto a las vaporeras en las cuales se eliminaban a los gusanos de seda de los capullos y le llamó la atención su mirada perdida. Mientras su esposo continuaba, ella se acercó con calma y le preguntó si estaba bien. No era lo usual preocuparse por alguien de inferior rango, pero algo la empujó. La diosa estaba de su lado.
Tao la miró y una solitaria lágrima surcó su mejilla. Notó entonces su vientre henchido y no entendió la tristeza. ¡Cuánto daría ella por poder brindarle un heredero a su esposo, por ser madre! Lo había intentado, vaya que sí. Felicitó a la empleada y casi se retira, mas el susurro de aquella la detuvo.
–No sobrevivirá, estoy segura que es una niña.
El fatalismo de la voz era terrible y ella entendió ahora las razones del desaliento. Conocía la práctica habitual aún cuando nunca la había experimentado. Se le ocurrió entonces una idea loca, tan loca que casi la deja de lado.
– ¿Tu esposo no la quiere?
–No, somos demasiado pobres para mantenerla y él no cree que una niña amerite el gasto.
– ¿Y si tuvieras la oportunidad de que sobreviva, aún cuando no sea en el seno de tu familia?
Vio la sorpresa inicial y luego el entendimiento en su rostro.
–Prefiero que viva aún cuando no sea conmigo.
Se retiró con rapidez para encontrar a su marido que venía hacia ella con perplejidad. El plan nacía en su cerebro y lo tenía que madurar y consultar. Esto hizo las siguientes semanas: exploró los sentimientos de su esposo acerca de tener una hija, sembró en él la insidiosa idea y cuando estuvo segura que no se negaría, envió a su empleada con un largo recado.
Hubiera sido en extremo sospechoso, nada habitual y pasto para los murmullos que ella volviera a estar en contacto con Tao. Por lo cual aleccionó debidamente a quien sería su enlace de la propuesta a realizar. Debía ser en extremo secreto. Si quería que todo tuviera éxito, pocas personas habían de saber el plan.
Cuando obtuvo la ansiada respuesta de conformidad, se preocupó porque los siguientes meses comiera adecuadamente. Esparció entre sus allegados la noticia que una parienta lejana estaba encinta y que no quería la criatura. Fue soltando la historia en contadas dosis: el embarazo, el hecho que no querían a la niña, su pena y la responsabilidad que sentía. Al poco tiempo todos a quienes les pudiera interesar conocían este relato. No les llamaría la atención cuando los sucesos se desencadenaran. Para ello, debía irse apenas el nacimiento se concretara  y retornar a los días con el bebé.
El suave toc toc en la entrada principal la puso en alerta y rápido se deslizó hasta el estudio de su esposo, que controlaba los números con parsimonia. Levantó la vista cuando vio su callada agitación y se incorporó.
– ¿Es hora?
–Creo que sí. Han llamado.
El se trasladó con celeridad y abrió la puerta para encontrar ante sí a una veterana mujer con un bulto en sus brazos que apenas se distinguía de sus propias ropas. La lluvia arreciaba ahora y ella estaba empapada. La hizo ingresar con un gesto y apenas estuvo adentro su mujer tomó al bebé en sus brazos.
– ¡Está helada! –musitó mientras corría hacia la estufa y posaba a la niña en una abrigada canasta que para ese fin había preparado.
Quitó sus telas y la envolvió en otras nuevas, suaves y limpias. Era bella, perfecta. La emoción la ganaba. La diosa la premiaba y le entregaba el presente más soñado. Era madre, al fin era madre.
Piao la observó y luego se dio vuelta para atender a quien había oficiado de mensajera. Tomó un sobre que previamente había completado con buen dinero y se lo entregó, ante lo cual la mujer inclinó la cabeza y haciendo una reverencia se retiró.
Se acercó con calma y observó por el hombro de su mujer a la diminuta niña. Tenía sus ojitos abiertos y eran enormes, tanto que desdibujaban su pequeña nariz. Sonrió y miró ahora a Xian. Esta no podía despegar su mirada de la canasta. Vio que era feliz y entonces él también lo fue. Daría todo porque su adorada esposa estuviera bien. Pero él también sentía que la familia acababa de completarse.
Se movió para organizar la salida: el carruaje estaba dispuesto, solo había que cargar lo necesario para estar 4 o 5 días en Shanghái. Allí vivía la supuesta embarazada que haría de pantalla. El no creyó al comienzo que esto fuera necesario; era probable que si se lo hubiera pedido al campesino Shun y le hubiera ofrecido dinero, la bebé hubiera sido de ellos igual. Pero tanto Xian como la madre Tao se negaron. No querían que este fuera un intercambio comercial más. La entrega era por amor incondicional y la recepción también. Dinero de por medio hubiera ensuciado el acuerdo.

Su alma de comerciante no veía algo malo en esto: la necesidad de uno se satisfacía con la del otro. Pero aceptó y entendió la sensibilidad del trato. No le venía mal además el viaje; tenía asuntos que resolver en la gran ciudad. El comercio de la seda dejaba pingües beneficios y el interés en ella alcanzaba a los extranjeros, que pugnaban por repartirse las ganancias del mismo. Afortunadamente el emperador resistía aún las presiones y esto dejaba todo el tráfico en manos de los chinos.

martes, 3 de enero de 2017

Primera novela del 2017: MURMULLOS DE SEDA

Mis amigos, me encuentro trabajando en mi próxima novela con gran entusiasmo, un romance histórico ambientado en la China del siglo XIX.
Sumamente estimulada por la historia de Jian Li y Richard Baxter, los principales protagonistas de un romance intercultural que enraiza en un contexto extremadamente complejo.
El milenario imperio chino se encuentra sacudido por el impacto de la invasión occidental, con todo lo que esto conlleva de golpes a la tradición y al otrora inexpugnable reino.
Las Guerras del Opio y la Revolución Taiping son el mar de fondo en el que se desliza la historia de vida de dos jóvenes sacudidos como hojas en el viento por los vientos del conflicto.
Les muestro aquí la carátula y algunas imágenes en las que me he inspirado, además de extenso material bibliográfico. Un desafío precioso, ojalá puedan acompañarme.