Crueles cadenas, ficción romántica contemporánea.
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SINOPSIS:
Esta novela es la secuela de Asmina, amores y pasiones de una esclava. Como ella, es autoconclusiva.
¿Has pensado cuán duro puede ser la vida para aquellos que tienen la marca de la miseria?
¿Cuán cuesta arriba pueden ser el empleo, la educación, la libertad? ¿Cuan difícil enamorarse de alguien que parece una estrella lejana?
Marcia Da Cunha es una hermosa morena de tierras cariocas, Río de Janeiro, Brasil. Su vida ha sido compleja y trágica en la Rocinha, la poblada favela que acuna a los pobres y descastados como ella y su familia.
Huérfana de madre desde niña por imperio de la violencia pandillera, sufrirá los momentos más duros de discriminación y desamor. La esperanza para el acceso a una vida mejor que le permita romper las cadenas de la pobreza y el racismo son apenas estrellas lejanas. Su vida amorosa recibirá tempranamente un duro traspiés que la endurecerá y reforzará su desconfianza en los hombres.
Paulo Marinho y Amancio Do Nascimento son dos jóvenes y millonarios blancos que controlan un conglomerado gigantesco y se codean con lo más rancio de la sociedad carioca. Dos polos opuestos, dos apuestos y competitivos varones que asediarán y buscarán seducir a Marcia una vez esta consigue el empleo de su vida, el que la sacará a ella y su familia de la favela. Pero nada es lo que parece y el camino al romance está signado por trampa y engaños.
¿Puede el amor cruzar las barreras del color de piel y la pobreza? ¿Puede una mujer enamorarse de alguien prohibido?
Desde Brasil, la historia de vida de una mujer que vive y sufre el racismo pero que apuesta con todas sus fuerzas al poder transformador de la educación, el empeño y la esperanza. En su camino de superación se verá arrastrada por un espiral de sentimientos encontrados y situaciones ambiguas que entorpecerán sus pasos hacia la ansiada autonomía económica y felicidad.
Una novela que combina el esplendor, lujo y fantasía de Copacabana (sus mansiones, placeres y perversidades) con la vida diaria en las favelas (tristezas y alegrías, pobreza y violencia).
"Esta es una historia de dolor, discriminación, violencia pero sobre todo de amor. Filial, paterno, sentimental. Como tantas, como ninguna. Solo igual a sí misma. Que busca mostrar la belleza de la diferencia de las personas. Que apuesta al amor por encima de barreras que imponen la clase, el color, el origen. Que pretende mostrar como las cadenas que nos imponen el miedo, el dolor, la pobreza, la violencia y los malos amores no son más que grilletes de nuestra mente.
Y la esperanza existe y mueve. Y el amor contagia y cambia" Isabella Abad
PRIMEROS CAPÍTULOS
PREÁMBULO
Río de Janeiro, 2016.
Marcia
se presentó en la recepción del enorme y lujoso edificio y pidió al solícito
conserje que anunciara su presencia a la compañía de Bienes Raíces Do
Nascimento. Trató de mostrarse segura y distendida pero por dentro sentía su
estómago estrujado por los nervios. Era una oportunidad única la que estaba
viviendo, la había esperado por meses y ahí estaba al fin.
Si
su comportamiento era profesional y la excelencia de sus calificaciones de
egreso se acompañaban de la buena predisposición de quien la recibiera, podría
impresionar a los ejecutivos de la compañía y conseguir un puesto de trabajo de
jerarquía que colmara en parte sus ambiciones.
La
empresa ocupaba todo el octavo piso del edificio en el corazón del barrio Sao Conrado,
lugar de lo más selecto y exclusivo, residencia además de lo más rancio de la
clase alta carioca. Paradójicamente se ubicaba a golpe de piedra de distancia
del lugar de origen de la joven, la favela Rocinha. Cercanía física que solo
servía para contrastar la enorme diferencia social y económica entre los seres
de ambos universos, haciendo honor a la expresión “tan cerca y a la vez tan
lejos”.
Transitó
el lobby y un ascensor silencioso y veloz la condujo a la mesa de entrada del
complejo. Una inexpresiva y elegante
secretaria de mirada inquisitiva le señaló la sala de espera. Marcia sintió
sobre su espalda los ojos penetrantes al encaminarse al lugar. “Seguramente no
me ve a la altura” pensó. “Basta, debo calmarme y dejar de presionarme. Soy una
más para ella, ¿por qué debería emitir juicio?” Se fastidiaba consigo mismo por
su inseguridad constante, solo superada por su obcecada persistencia e
inteligencia.
Había
dos personas más en la pequeña y coqueta salita esperando su turno para ser
evaluados para el empleo en la asesoría contable de la empresa. Era lógico que
existiera competencia; el puesto y el sueldo eran muy atractivos para cualquiera con formación
académica. Ella la tenía de sobra, aunque carecía de experiencia previa en un
puesto de esa índole. No la atemorizaba, aprendía con facilidad y estaba
dispuesta a trabajar lo necesario y más.
Lo
que le preocupaba eran las condicionantes que sabía le jugaban en contra:
mujer, negra y de origen humilde, con un título profesional conseguido a puro pulmón
y sacrificio en la Universidad pública de Río. No era poco lastre en un mundo
dominado por hombres y blancos. Las mejores calificaciones y referencias de
docentes a veces no alcanzaban para quebrar del todo las murallas de la
discriminación por género o raza que imponía una parte de la población.
Pero
no se rendía sin luchar. Alzó la cabeza
y acomodó la cabellera rizada contenida por broches, alisó su falda y
avanzó, sentándose en un sillón junto a una de las ventanas luego de saludar
secamente. Había estado un tanto irresoluta acerca de su ropa pero sus opciones
no eran demasiadas. Sabía que debía dar la mejor impresión posible y solo
tendría una chance, por lo que se decidió por una camisa blanca, una chaqueta
entallada discretamente y una falda tubo por debajo de las rodillas. Quería
mostrar una imagen sobria y lo más anodina posible, sin estridencias, aunque
cualquiera que la mirara le diría que era imposible dejar de apreciar su cuerpo
atlético y bien formado, sus largas y torneadas piernas, su busto firme y sus
caderas amplias, todo coronado por un rostro de una belleza morena exuberante y
sin afeites. Toda una belleza natural.
Evaluó
el entorno con una mirada. Se respiraba el lujo de la riqueza que despedían los
sillones de cuero y la alfombra de lana cruda, además de la decoración,
especialmente dos pinturas que evidentemente eran de reconocidos autores. La
actividad era intensa: la secretaria no cesaba de atender el teléfono y a
trajeados y perfumados individuos que traían y llevaban expedientes y carpetas.
Sabía que la empresa controlaba muchos negocios en todo Río pero en especial en
las zonas residenciales, por lo que la cuantía de los ingresos era más que
importante. Ingresar a trabajar en la sección de Finanzas sería un logro
trascendente.
Un
mundo bien diferente al suyo este que la rodeaba hoy, pero al que aspiraba a
ingresar con fervor. Buena parte de sus sueños y los de su padre se condensaban
en este momento y esta oportunidad. Romper las cadenas de la pobreza y miseria
que habían signado las primeras dos décadas de su vida. Dejar atrás la tragedia
y el dolor que supusieron su infancia y su adolescencia.
Capítulo 1
Río,
1997
1.
Amanecía
y el sol se colaba generoso por las aberturas de la humilde casa sobre el morro
carioca en pleno corazón de la Rocinha, favela de las más populosas y complejas
de Río de Janeiro, Brasil. En la ventana y atisbando la calle la carita de
Marcia mostraba signos de una noche de horror, tanto que ni siquiera los
cálidos rayos del astro rey alcanzaban a disiparlo. Incomprensible, inabarcable
para sus seis años.
El
silencio arreciaba ahora; los disparos de la noche, las corridas y la sangre ya
no estaban. Su padre Joao y su hermano Yair se habían encargado de ello,
buscando que desaparecieran las huellas del infierno, como si al hacerlo se
pudiera eliminar el mismo. El cuerpo de María había sido retirado por la
Policía, apenas cubierto por una vieja sábana que Joao buscó como mortaja para
su esposa, en el postrer y más doloroso gesto de amor que pudo tener con ella.
Todo
había ocurrido en cuestión de minutos, su mundo se derribó para siempre. La
humilde pero honesta morada, de gente de trabajo y familia, destruida por una
bala perdida que el destino tuvo la mala idea de filtrar por una de las
ventanas a través de las cuales la brisa nocturna enfriaba la casa. Marcia
tenía en su mente el último gesto de su madre, que caminaba riente hacia la
mesa con su plato de feijoada y de pronto helaba el rostro y sus ojos perdían
luz, para caer. Una rosa sangrienta en su blusa desató el pandemónium de la
familia que corrió en su auxilio, gritando por ayuda y llorando con
desconsuelo.
Los
vecinos que llegaban en tropel, los vanos intentos de su padre Joao por cubrir
la herida con sus manos y detener la vida que se escapaba, la demora en el
arribo de alguien especializado que la salvara. Todo eso pasó ante los ojos de
la niña hasta que una clemente vecina la vio acurrucada y tomándola en brazos
la llevó a su casa junto a su hermano Ronaldo, más pequeño que ella. Allí
permaneció en silencio y casi catatónica varias horas, hasta que su papi la fue
a buscar. No preguntó, no buscó ni esperó nada. Aún tan pequeña sabía que en su
barrio muchas almas se iban sin remedio y la esperanza era un cuento que muchas
veces no tenía un final feliz.
Fue
esa misma noche que soñó por primera vez con Asmina, en lo que se convertiría
en una constante de su vida en los momentos de estrés, tristeza o abatimiento
más profundos. Su dormir intranquilo y casi espasmódico se aquietó con la
primera imagen de la mujer: una joven negra, alta y esbelta, con el cabello
corto y rizado y una mirada altiva pero a la vez dulce. “Tranquila, nena” le
susurró. “Todo irá bien. Eres fuerte, te pareces a mí. Descansa, tu mamá se ha
ido a un mejor lugar y te cuida desde allí.” Lo recordó vivamente al despertar;
no conocía a la señora pero su presencia le brindó paz y calma.
No
fue hasta la noche siguiente que su padre y sus hermanos se sentaron alrededor
de la mesa y trataron de reordenar los pedazos de la vida familiar destrozada.
Los intentos de consolar a los dos pequeños, Marcia y Ronaldo, chocaron con una
niña lúcida y firme que les aseguró que sabía que su mamá no volvería pero un
ángel le había dicho que ella estaba bien y descansando.
–¿Un ángel, mi amor? –susurró
Joao desconcertado.
–Vino a mí en sueños, una señora
muy bella y me lo contó. Dijo además que yo era como ella.
–¿Cómo?
–Fuerte.
–¿Era una mujer negra?
–Sí, muy bonita.
–No es un ángel, aunque sin duda
busca protegerte. Es probablemente Asmina, una de nuestros antepasados. La
fundadora de nuestra familia, de nuestra estirpe–señaló Joao–.
Cada tanto y cuando alguien la necesita aparece en los sueños de nuestras
mujeres. Pocas veces. Eres muy especial, Marcia. Ella te ha elegido para
hablarte y protegerte.
La
niña asintió, sentía que así era en verdad.
2.
–Debes
contarme sobre Asmina–casi exigió–.
Ella sabe todo de mí, es justo que la conozca también.
El pedido demandante de la
pequeña Marcia impulsó a Joao a relatar y desgranar la historia de aquella
mujer desde los inicios, en una historia
por capítulos noche a noche durante meses, casi como un catecismo. Llegaba casi
sin fuerzas del trabajo diario para hacer de madre y padre de sus tres hijos,
obligados a crecer abruptamente huérfanos de progenitora. Se prometió que
saldrían adelante y que procuraría darles las mejores oportunidades,
especialmente a la única mujer.
Era tan pequeña en un lugar tan
salvaje y sin guía femenina. Él se sentía perdido sin su esposa y así sería
muchas veces, pero trataría de brindar lo mejor de sí. Instintivamente apostó a
la imagen y el ejemplo de aquella esclava negra de la cual descendían para
mostrarle como el tesón, la lucha y la esperanza pueden iluminar los momentos
más oscuros de la vida. Vaya si su historia era fuente de inspiración.
–Asmina
fue traída por la fuerza de su hogar en África, hace muchos años. Como esclava–comenzó
su relato.
Los varones prontamente se durmieron,
agotados por el ajetreo y el dolor, pero Marcia se mantuvo firme un buen rato,
inquiriendo y procurando desnudar la vida de aquella que la consoló.
–¿Es
muy lejos África? ¿Quién la trajo?
–Muy,
muy lejos, más allá del mar. Hombres malos, muy malos, la obligaron a dejar a
su familia y con muchos otros como ellas,
venir aquí al Brasil.
–¿Por
qué? –susurró apenada.
–Porque
necesitaban gente que hiciera gratis el trabajo que ellos no querían realizar–suspiró
Joao.
¿Cómo explica uno la codicia y la
inhumanidad a una pequeña niña?
–. Y porque podían hacerlo. A
veces la gente hace cosas malas porque está en sus manos o porque no le
importan los otros.
–¿Y
ella no se negó, no protestó?
–No,
mi querida. No pudo, no tenía opción, no podía elegir. Era eso o morir.
–Tal
como mami, no pudo elegir–sentenció con los ojos brillosos.
–Así
es–se
nublaron los ojos del padre–. Pero Asmina era una luchadora.
Sobrevivió a todo lo malo y su vida es un ejemplo.
–¡Cuéntame
más!
–Asmina vivía con sus padres y sus
hermanos en una parte de África un tanto alejada de la costa. Se dedicaban a
recolectar frutos y a cultivar, así como domesticaban algunos animales. Eran
muy pobres pero no necesitaban más. Eran libres. Un día terrible esos hombres
malvados de los que te hablé llegaron
por sorpresa a su aldea. Destruyeron, castigaron, robaron todo lo que pudieron.
Se apoderaron de los hombres y mujeres jóvenes y les pusieron gruesas cadenas.
Destruyeron las familias, solo niños y
ancianos quedaron detrás al irse. Obligaron a todos a caminar hacia la costa y
allí los juntaron con hombres y mujeres de otras aldeas. Los malvados eran
hombres blancos, armados y violentos. No pudieron defenderse, los ataron como
ganado y los llevaron a los barcos.
El
relato era fuerte y duro, pero la niña no pestañaba.
–Me gustan los barcos–terció
ella.
–Estos no. Eran tremendos, traían
a los pobres seres en las bodegas, apenas con espacio para respirar, obligados
a hacer sus necesidades allí mismo, alimentados peor que perros.
Aquí
si Joao se percató que su vívido relato afectaba el corazón de Marcia y
atemperó como pudo la crudeza de la historia. No había palabras que pudieran
describir con limpieza a los “tombeiros” o tumbas flotantes, nombre que los
portugueses daban a los barcos negreros de los siglos XVIII y XIX y en los
cuales millones de hombres y mujeres sufrieron y murieron mientras eran
trasladados hacia América. En condiciones bestiales, apilados como mercancía,
una parte perecía en cada traslado producto de las pestes que la mala alimentación
y la falta de higiene provocaban. No era necesario contar todo esto a la niña.
–En fin, así es como llegó Asmina
a esta región. Sola, sin los suyos, aunque rodeada de otros que como ella
fueron obligados a trabajar sin derechos ni descanso.
–¡Pobre Asmina! –sollozó
Marcia.
–Pero eso es solo el comienzo,
querida–consoló Joao–. Ella fue una mujer luchadora y
valiente; verás cuando te siga relatando que su vida luego mejoró.
3.
Joao
se preguntaba cómo seguir su vida ahora que María, su estrella, había muerto.
Lloró su dolor en silencio y así sería muchas veces, tratando de mostrar su
rostro más compuesto para enfrentar la adversidad. Viudo y con tres hijos por
educar, dependía de un trabajo mediocre que pagaba poco pero del cual
necesitaba como un desesperado.
“La
vida de los pobres es de por sí difícil y más aún si eres un faveleiro, marcado
casi en la piel por tu condición de habitante de un conglomerado heterogéneo de
seres que tienen en común la miseria y la desesperanza”, solía pensar. “Pero
tengo mi voluntad y mi honestidad”. Humilde pero con dignidad, esta era una
marca familiar. El orgullo de pertenecer a una estirpe de hombres y mujeres
luchadores, signados por las cadenas pero siempre procurando romperlas. Cadenas
físicas al comienzo, cuando la esclavitud oprimía los cuerpos más no las almas
de sus indómitos antepasados, especialmente Asmina. Cadenas que la miseria
imponía en su caso, invisibles pero no menos tensas y crueles.
Miraba
hacia el horizonte y la belleza paradisíaca de las playas de Río, el mar azul–verdoso
y los lujosos conglomerados y mansiones de los poderosos parecían burlarse de
él. Tan cerca y tan lejos. La Rocinha era vecina del lujo y el confort de los
barrios de Sao Conrado y Copacabana y esa cercanía era extraña. Los pobres
habían buscado el refugio y la morada en los morros o cerros de la ciudad a
falta de soluciones habitacionales en otro lugar. Imposibilitados de pagar
viviendas formales, moraban donde podían y así surgieron las favelas.
Los
padres de Joao habían llegado allí procedentes del Nordeste brasileño, zona que
había sido residencia de la familia desde que Asmina fue desembarcada de un
“tombeiro” y adquirida como propiedad por un fazendeiro rico, por los comienzos
del año 1800. Era la tierra donde se cultivaba azúcar y café, y la labor
intensa y constante quedaba en manos de esclavos y a beneficio de ricos
hacendados portugueses o brasileños luego de la independencia.
Hasta
la liberación de los esclavos en 1888, las labores se hacían en la peor de las
indignidades; sin embargo luego de obtener la ansiada y preciada liberación no
vinieron mejores oportunidades. La esclavitud mutó en discriminación y
destrato. Se tejió una sociedad falsamente democrática donde los pobres eran (y
son) en su mayoría negros y por ello la educación y las mejores chances les
eran esquivas.
Sus
padres migraron a la ciudad encandilados por la idea de una vida mejor, pero no
consiguieron romper el círculo de la pobreza. Él mismo y su esposa María habían
luchado diariamente por lograrlo y se sacrificaban para que sus hijos
aprovecharan las oportunidades de educarse que aparecían dadas por la extensión
de las políticas sociales estatales y de organismos no gubernamentales en la
última década. Ahora debía remar el barco familiar en soledad.
La
dificultad era evidente, pues necesitaba que el hijo mayor colaborara con la
manutención del hogar y cuidado de los más pequeños. Su magro salario apenas
cubría las necesidades básicas. “Hasta que podamos organizarnos mejor” se
prometió. Marcia y Ronaldo debían asistir a la escuela y estar el mayor tiempo
posible en contacto con la cultura, los maestros y los libros. Costara lo que
costara, debían progresar.
–Oye, Yair–le
explicó un día no muy lejos luego de la tragedia–. Cuando me vaya a trabajar tú
quedarás a cargo de tus hermanos. Eres mi mano derecha y debemos procurar que
ellos estudien. No puedo dejarlos más bajo el cuidado de los vecinos.
–Lo sé–contestó
el chico con seriedad–. Trataré que todo esté bien, lo
prometo.
–No quiero que dejen de asistir a
la escuela por ningún motivo. Ellos deberán ayudar en las tareas de la casa. No
deben salir ni exponerse a nada.
La
sombra que cruzó en los ojos de Yair y su hipo ahogado lo conmovió y lo abrazó
con fuerza. Un adolescente obligado a madurar y tomar las riendas del hogar a
la sombra de una reciente tragedia. Era
un peso considerable que imponía a su hijo adolescente, solo tenía quince años.
Pero lo sabía serio, responsable y fuerte como para soportarlo. Era muy similar
a él mismo.
La
situación vivida por ellos no era poco corriente en la Rocinha y otros barrios
como ese. Hasta hacía algunos años la vida era modesta y difícil desde lo
material, pero a comienzos de los ’90 las bandas de tráfico de drogas y armas
habían buscado amparo en los morros y en la desordenada red de calles y casas
amontonadas que ascendían por la ladera de los cerros y estructuraban las
favelas. Al amparo del lugar se habían fortalecido y habían habituado a los
faveleiros al miedo, la delincuencia y los enfrentamientos.
La
lucha entre las bandas por el control de las zonas lo había empeorado todo. De
hecho los sucesos recrudecieron y su María había muerto fruto de las balas que
enfrentaron a los “soldados” del Comando Vermelho con los Amigos Dos Amigos,
las dos más grandes. La noche era escenario frecuente para estos asaltos y sus
miembros tentaban diariamente a los jóvenes sin expectativas ni esperanza de
una vida mejor, incitándolos al tráfico como mulas o soldados del crimen, y en
el caso de las mujeres a la prostitución y la trata de blancas.
Este
era el principal miedo de Joao; confiaba en los valores que procuraba enseñar
pero conocía el caso de muchos a quienes las tentaciones permeaban. “Nuestra
familia no es de ladrones o asesinos traficantes, es de trabajadores y
luchadores. Qué así sea siempre” pensaba y rezaba.
Para
los varones las opciones podían ser más amplias pero ser mujer y además negra
era una suma complicada en la sociedad en que vivían y reducía dramáticamente
las chances. Por ello su obsesión y su misión como padre sería fortalecer a
Marcia. Dedicaría los años que le quedaban de vida para hacerlo.
Capítulo 2.
1.
La
niñez y adolescencia de Marcia fue tan normal como puede esperarse para una
pequeña criada sin la figura materna. La extrañaba: sus ojos oscuros siempre
tiernos para ella, su sonrisa, sus abrazos y besos. Pero el paso de los meses y
años comenzó a hacer efecto y hacia los nueve años era un recuerdo tibio que su
padre trataba de mantener claro pero que inexorablemente el tiempo carcomía. En
la mente de Marcia, su madre y Asmina parecieron fusionarse y transformarse en
la voz de su inconsciente, que cada tanto aparecía para guiarla.
Los tres
varones crearon un lazo a su alrededor, un círculo de obstáculos para vínculos
o situaciones que la pudieran poner en peligro. El miedo transformó a Joao en
un padre sobreprotector y medroso y colocó sobre los hombros de sus hermanos
las tareas de guardaespaldas, aún sobre Ronaldo que era más pequeño.
Marcia,
por naturaleza sociable, vio restringidos sus juegos y diversiones y su espacio
diario transformado en tareas. Ir a la escuela, preparar ejercicios, la toma de
la lección que su padre realizaba por más cansado que estuviera, se
convirtieron en las acciones diarias. Cada tanto, sin embargo, su carácter
rebelde y sus ansias de sana diversión rompían la protección y la libertad
llegaba en forma de juegos furtivos y bailes al son de la música que sonaba en
buena parte de las casas del barrio. Especialmente cuando el carnaval se
aproximaba, hombres y mujeres daban rienda suelta a su pasión por la danza y
escaparse a los ensayos de las scolas do samba era una travesura que bien
valían las largas reconvenciones y charlas de su padre. La música la conmovía,
le llenaba el alma y sus pies danzaban casi como si tuvieran voluntad propia.
No
anulaba esto su profunda responsabilidad y la conciencia cada vez mayor que el
sueño de su padre era irse de la Rocinha y que su sacrificio y agotamiento
diario eran para darle a ellos, y especialmente a ella, un mejor pasar y una
educación que los sacara de la pobreza.
La
letanía diaria era esa y aún Yair, el mayor de todos y que trabajaba manejando
una moto–taxi trasladando pasajeros de la base a la cúspide
del morro y al revés, era incentivado a asistir a clases. No le gustaba ni era
bueno para las letras y los números, solía decir que no eran lo suyo y se había
retrasado bastante. Pero Joao insistía con obcecación, convencido que le
brindaba herramientas y a la par le quitaba tiempo para andar por las calles de
la favela expuesto a la seducción de las bandas al consumo de drogas y venta.
Quienes se rendían y convertían en miembros
eran jóvenes que ganaban más dinero que el promedio pero su esperanza de vida
era limitada, por los enfrentamientos y peligros. Entre los temores más grandes
de Joao estaba que sus hijos, huérfanos de la contención de una madre y mucho
tiempo solos por su trabajo cedieran a estos peligros. Confiaba en sus
principios y ejemplo pero no soltaba las riendas y por eso a veces parecía
tirano.
Cada vez
que podía llevaba a Ronaldo y Marcia con él a su empleo en el vecino y coqueto
barrio de Sao Conrado. Se desempeñaba como botones en un lujoso hotel sobre la
playa y los fines de semana la tarea recrudecía por la afluencia de turistas
deseosos de disfrutar del sol y el mar carioca, además de los atractivos más
emblemáticos de Río.
Al
cuidado de otros empleados del lugar que se compadecían de Joao o esperando en
la playa de Gavea al frente del hotel otro rato, los niños volvían a ser tales,
disfrutando del aire y las olas, mezclándose con la heterogénea masa de gente
de distintos idiomas, colores y status.
Marcia
se sentía feliz y segura, libre de las presiones diarias y se sumía en los
juegos con avidez. Su hermano se mezclaba en los picados de futbol playero, su
pasión, como no podía hacerlo en las estrechas callejuelas de la Rocinha. Ni
siquiera las recomendaciones estrictas de Joao de no molestar a los turistas o
mezclarse con los blancos opacaban la sensación de libertad.
Marcia
entendía los recelos de su padre; más de una vez había escuchado que los
tildaban con desprecio de “negros favelados” o cerraban círculo sobre sus
pertenencias si los veían acercarse. Le disgustaba y miraba con altivez a quien
lo hacía, alejándose con la mayor dignidad posible, procurando evitar que se
trasluciera el golpe al orgullo que suponía ser evitada o humillada.
La
primera vez que lo sufrió le caló muy hondo. Había acercado con gentileza una
pelota perdida por una familia y en lugar de gracias recibió un insulto y un
empujón que la arrojó al suelo. Trató de aclarar que solo ayudaba y un sollozo
angustiado le quebró la voz. Afortunadamente su hermano le tendió la mano e
impidió que todo continuara.
–Esto puede ocurrirte muchas veces, mi niña–señaló
su padre con pena cuando le relató el suceso–. El peso de la discriminación es
grande y nos excluye de muchos lados. Está en ti hacerte fuerte y ponerte una
coraza que impida que te lastime o frene tus sueños.
–¿Te sucedió muchas veces?
–Todo el tiempo, mi amor. Trabajo en una zona selecta
donde la mayoría de la población es blanca y rica y cree que las personas
negras no somos más que objetos que estamos a su servicio.
–¡Pero la época de los esclavos como Asmina ya pasó!
–No hay esclavitud, pero no te engañes. No nos tratan
como iguales. No todos, pero sí muchos. Claro que no es lo mismo que la
esclavitud, pero…
–¡ Si hoy es tan injusto cuan terrible debe haber
sido vivir como Asmina!
2.
Esa
noche sus sueños volvieron a traer a la esclava. Una larga fila de hombres y
mujeres negros con grilletes se movía con lentitud, a la par que dos o tres
hombres con látigos imponían disciplina a aquellos que ni siquiera tenían
fuerzas para caminar.
Acababan
de ser bajados del barco que los había transportado por semanas en un viaje
atroz, un calvario inimaginable de muerte, hambre, dolor y mugre. Los revisaban
ahora con cuidado: dientes, estructura, tamaño, tal como animales prontos para
ser exhibidos. La cuarentena obligatoria a la que serían sometidos
posteriormente para salvaguardar a los pobladores locales de posibles pestes
traídas del África o adquiridas en el trayecto, era apenas el prolegómeno del
infierno.
Pronto
el sueño cambió de escenario y veía ahora a Asmina en un estrado, apenas
vestida, y un individuo gritando números y alabando la condición de “negra
fuerte y joven” que daría muchas horas de trabajo e hijos. Debajo una
importante cantidad de hombres trajeados y mujeres de enormes vestidos miraban
y ofertaban sobre el humillado y expuesto cuerpo de aquella morena africana,
que procuraba mirar firme al frente y no mostrar el miedo y el terror que sin
duda sentía. Marcia lo experimentó como algo físico, sin embargo, que le
permitió empatizar con la pobre mujer. Esto era infinitamente peor que su
sensación de humillante segregación en la playa.
“Yo
sí estuve sola y fui tratada como el peor objeto del mundo” miró hacia ella y
murmuró la esclava. “Nadie para consolarme o alentarme o decirme que todo
mejoraría. Salvo estos compañeros de situación. Huérfanos de familia, patria y
privados de libertad para vivir y soñar. Aún así luchamos y no permitimos que
quiebren nuestro espíritu. ¿Sientes que te destratan y pisotean? Verás que
muchas veces será así. Pero tienes mucho más de lo que yo nunca tuve: una
familia que te quiere y te va a proteger siempre, la libertad física y mental
de soñar y ser lo que te propongas. Ir tan lejos como puedas, romper las
barreras que quieran imponerte. Buscar alternativas para cumplir tus sueños y
vivir tu vida según tus códigos. ¡Endurécete, nadie va a regalarte nada!”.
No
todo lo que le dijo lo entendió con claridad a sus nueve años, pero la intensa
y constante prédica a lo largo del tiempo echaría raíz y la ayudaría a
confrontar a quienes solo veían en ella una mujer negra y pobre, sin otra
expectativa que sobrevivir limpiando pisos o vendiendo su cuerpo.
El
transcurso de los años fue haciendo que dejara de prestar atención a las
humillaciones y desarrollara una falsa y externa inmunidad. Se dedicó a
apreciar descriptivamente cómo vivían los más afortunados y generarse así una
meta, un horizonte de necesidades y ambiciones que serían las que la llevarían
a luchar con crudeza para romper las cadenas de la pobreza.
El
confort de un baño con todos los servicios y lujos, sin problemas de evacuación
de las pestilencias; sentarse en cómodos sillones de cuero en vez de en las
altas sillas de madera sin lustrar; energía eléctrica limpia y sin necesidad de
pésimos y peligrosos cableados para colgarse de la red formal; comida variada y
abundante, joyas y diversiones (cine, teatro, lectura); todo eso y más la
fascinaba de Sao Conrado. Iba y venía
por las instalaciones del hotel acompañando al personal de servicio y
admiraba los costosos vestidos, carteras, zapatos y abrigos de las afortunadas
que todo lo tenían. Y se decía que ella también lo lograría, un día. Un día.
Volver
a la favela luego de tan intensa exposición al brillo de otros siempre tenía un
dejo de acidez, pronto suplantado por la alegría de estar en familia, aún en
una edificación humilde. No era ambición descarnada e individualista la que se
forjó; siempre imaginó lo mejor para ella y los suyos.
Tenía
su particular encanto el submundo en el que vivía, sin embargo. Lejos del
oropel de las grandes mansiones y hoteles, la vida latía en los callejones
empinados y escalinatas que trepaban el morro. Subir a lo más alto de la colina
cubriendo los escalones con rapidez permitía a Marcia acceder casi al techo de
Río de Janeiro. A los pies, una visión fantástica e impagable de los cerros, el
mar, las luces y las estrellas. “Esto si no lo disfrutan esos ricachones de Sao
Conrado” solía comentar su padre.