jueves, 21 de junio de 2018

¡¡ADELANTO EXCLUSIVO!!


AL RESCATE DEL AMOR
Isabella Abad, 2018

PRÓLOGO.

La noche es inmensa, profunda e insondable, solo iluminada por el fragor de truenos, relámpagos y centellas que se descargan sobre el mar embravecido, cada vez más alterado.
 La gran embarcación se sacude y salta sobre el oleaje con un crepitar de maderas, rodar de toneles y volar de cuerdas. Los hombres gritan y ajustan las velas intentando ganarle a la Naturaleza que se muestra con toda su potencia destructiva.
El capitán sujeta fuertemente el timón, procurando mantener la ruta del viaje, pero la fuerza terrible del viento cruzado no ayuda. La inquietud le gana cada vez más; estas aguas del sur son traicioneras y engañosas cuando están en calma y esconden trampas rocosas, más aún cuando se navega en tormenta y casi a ciegas.
De pronto, uno de los rayos viborea y zigzagueando veloz impacta con mayúsculo estruendo sobre el palo mayor, desatando el fuego que envuelve desde arriba la embarcación, amén del impacto sonoro y físico en quienes estaban cerca. La situación se vuelve más y más desesperada, pues si bien la lluvia debería apagar las llamas, el viento las aviva. Los marineros se ven desesperados y asustados, como si vieran inevitable el desastre.
El capitán, en contra de su experiencia de hombre de mar, pero atendiendo a lo urgente de la situación, gira con pericia el timón para que la gran embarcación se oriente a la costa. Está en juego la vida de sus hombres, la mercadería en bodega y además la integridad física de los misteriosos pasajeros y su carga secreta.
“Maldita la hora en que los acepté en mi barco. Esa mujer siempre me dio mala espina, a pesar de su evidente importancia y jerarquía”, pensó furibundo ahora, como si culparlos atemperara la situación. El instinto le había gritado que no había buen augurio ni buena suerte en una fémina en la nave y ahora se comprobaba que sus huesos y su olfato no fallaban.
 La lluvia arrecia y los marineros ateridos buscan refugio en los recovecos de cubierta. El agua que golpea como finas piedras por fin consigue apagar el fuego. Cuando todo parece volver a la calma relativa, un golpe seco y profundo hace estremecer y chillar la nave, herida sin duda desde su base. El capitán mueve sus brazos con desesperación y grita: han golpeado rocas invisibles.
La inspección inmediata bajo la mortecina luz de velas muestra la herida profunda y severa en la bodega, que se inunda sin freno. El casco está comprometido, han encallado y no queda más que abandonar. El diagnóstico es claro y contundente y cualquier navegante que se precie y tenga experiencia sabe que no hay otra solución.
El colapso es rápido, aunque la agonía de la nave será más lenta. Inexorablemente Nuestra Señora de la Caridad, barco navegando bajo bandera española, comienza a hundirse. El capitán grita entonces las instrucciones irremediables: los pequeños botes deberán salir a flote. Mas estos son pocos y frágiles y el terror desatado no colabora con las tareas de salvataje y abandono ordenado de la nave.
El primero al mando ladra órdenes a un lado a otro mientras los hombres corren por sus vidas sin escucharlo, buscando su lugar en las embarcaciones. No los culpa, como se ven las cosas los primeros tendrán ventaja y no hay aquí autoridad que valga. Cuando lo que está en juego es la vida, los hombres rompen el cepo de las jerarquías.
Con rapidez y conservando aún su sangre fría, consciente de sus responsabilidades, se dirige hacia el camarote principal, suyo por derecho pero que cedió a su huésped, en un viaje que debía ser tranquilo y sin novedades y se ha vuelto una pesadilla.
Sin tiempo para protocolos, abre la puerta y visualiza a la mujer sentada y desencajada, y al hombre de pie ante ella, con la cabeza baja. No sabe qué decir, se les nota el terror y la incomprensión. Ella es una escocesa muy  bonita, pelirroja y con un bello vestido que más haría honores en una sala de fiesta que en el medio de la mar. Sostiene contra su pecho un cofre de madera noble con herrajes bruñidos casi como si con él se le fuera la vida. Ambos lo miran con pavor, esperando su palabra y tal vez que él traiga la tranquilidad que la tormenta, los gritos y el ruido les ha quitado.
—¡Hay que desalojar el barco!— grita sin miramientos. No hay tiempo para protocolos ni cortesías.
—¡Nuestras cosas!— alude el hombre y mira con desconcierto a la muchacha.
Los cajones y cofres que tanta queja generaron en los marineros que debieron cargarla, yacen en un rincón de la habitación.
—Es imposible salvarlas. Es su vida o sus posesiones— dice con aspereza y ve como ella deja la caja, llorosa, como si abandonara un bebé.
En ese momento el navío vuelve a crujir, azotado por los vientos que retoman la fuerza y la nave gira hacia un costado derribando objetos y personas. “¿Qué demonios puede tener ahí que sea tan valioso como sus vidas?”
—No hay tiempo, deben salir ahora— grita el capitán y da la vuelta dirigiéndose nuevamente afuera, enfilando hasta el último de los botes, al que presto  desata de sus cuerdas.
 .
—Arriba— le ordena al hombre y le tiende uno de los remos.
Ella se sienta en el medio del tembleque bote y se toma de los bordes con pánico reflejado en su mirada, aun cuando su cara parece inescrutable. La pequeña embarcación golpea con crudeza el mar al ser desenganchada de las cuerdas que la sostienen y es entonces qué el brutal baile con las olas comienza.
Los dos hombres intentan manejar los remos y enterrarlos en las  aguas ominosas que parecen negro fango. Es como intentar dominar a tientas un caballo salvaje e imprevisible, aún para un hombre que ha vivido en el mar toda su vida.
Nada se ve alrededor, salvo la fugaz y tintineante luz del faro que aún lejano se convierte en codiciado destino. Apenas han logrado separarse una decena de metros de la nave madre cuando el colapso de esta enloquece aún más el mar, generando sacudones más intensos si cabe, lo que hace que el bote que los traslada gire sobre sí mismo y arroje al capitán y a la pareja al mar.
El primero logra sostenerse de las maderas y busca a su alrededor intentando auxiliar a los otros. Todo lo que ve es un remolino de faldas que se hunden irremediablemente.
El Río de la Plata, un río tan ancho como un mar al decir de sus navegantes, río—mar que separa al Uruguay de la Argentina, en el cono sur americano, se ha cobrado nuevas víctimas, hombres y naves dormirán desde hoy en su lecho. La ignota condesa de Bedford, reciente y secreta integrante de la nobleza inglesa, ha venido a morir con su secreto y pertenencias en el fondo de un mar desconocido para muchos europeos. Con su muerte, apenas advertida más que para los íntimos y tal vez llorada en secreto por su amor, el mismo que la hizo partir, se abrirá un juego de poderes y traiciones que atravesará el tiempo.


UNO.

Es un bello día y el sol brilla con fuerza en un cielo despejado, tan celeste como los ojos del hombre inclinado, que hace tareas de mantenimiento en el puerto de Montevideo esa tarde de octubre de 2017. En la cubierta del barco, Sebastián Cortés arrolla cuerdas y hace los nudos correspondientes para asegurar los botes salvavidas.
Una y otra vez, casi con manía, ordena y asegura los pequeños objetos, equipos y herramientas de ese barco que es su orgullo y tanto adora. Es el “Incitatus”, su caballo de los mares, una nave que hace honor a su nombre: impetuosa, tal cual era el caballo del romano Calígula, de dónde su dueño obtuvo el nombre. Es que para él la embarcación tiene vida, late y se mueve en sintonía con sus emociones. Es una tontería que sabe producto de su fijación con esa belleza producto de tantos sacrificios.
Sebastián es un hombre alto, de músculos marcados, más por el trabajo que por la actividad física sostenida. Calvo por elección y comodidad, los rayos del sol destacan la desnudez de su nuca. Su pecho, brazos y piernas morenos por la exposición al sol se aprecian con absoluta claridad, ya que sólo viste pantalones cortos descuidados y algo rotos, además de manchados por el aceite del motor.
Aparenta poco más de treinta años. “Un hombre atractivo”, piensa la joven que lo observa desde el muelle, en principio detenida a mitad de camino con su portafolios y luego avanzando lentamente hacia él. Elvira Gamboa tiene en sus manos una tarea administrativa que no le gusta y que sólo ha aceptado por expreso ruego de su abuela.
No entiende aún que hace en este puerto y en este país tan lejano de su Europa, un lugar que ni siquiera conocía en el mapa antes que se lo mencionaran. Suspira y sabe que está aquí porque le es imposible negarse a algo cuando su abuela lo pide, es una mujer determinada que siempre logra lo que quiere. Pero ella además la adora.
Sus ayudas de beneficencia y solidaridad recorren el mundo a través de su fundación, una Organización no Gubernamental que creó para sostener obras artísticas y brindar ayuda humanitaria. “Por lo menos es más de lo que hace la mayoría de los nobles ingleses a los que ella pertenece”, piensa despectivamente. Claro que Rosemary Kent, condesa de Bedford, o ex dado que el título lo tiene ahora su hijo, no es alguien que se pueda quedar quieta en un sillón a disfrutar de las mieles de la riqueza o de los títulos nobiliarios, afortunadamente. No la querría tanto si así fuera.
Elvira llegó el día anterior a un pequeño y selecto aeropuerto cercano a Punta del Este en el jet privado de un amigo de su abuela. Pronto comprobó que las distancias son cortas en este pequeño país y si bien aún siente el cansancio del viaje, le va gustando lo que ve. El lugar es hermoso, no exactamente el puerto en el que está ahora, sino las playas y la costa que recorrió en el auto alquilado. Kilómetros de arenas blancas bañadas por el Océano Atlántico y el Río de la plata. Las aguas no tienen la claridad y la transparencia del Mediterráneo, pero su encanto es innegable.
Carraspea desde las maderas del muelle buscando llamar la atención del hombre, que parece absolutamente inmerso en sus pensamientos. Alcanza ahora a ver mejor su perfil. Algo irregular, la nariz casi perfecta. Le hace recordar cuánto detesta la suya, un poco ganchuda. Tose por segunda vez y entonces él tuerce el rostro para observarla desde la transparencia de unos ojos increíbles. Hay cierta displicencia en la barba de días y la mueca de su boca le genera inmediata antipatía.
—¿Podría decirme usted si este es el barco que pertenece a Sebastián Cortés?—inquiere ella con la voz un tanto más seca de lo que hubiera querido.
Se siente fuera de lugar y transpira debajo de su traje sastre. Esa tendencia a vestir demasiado formal le juega pasadas malas en ocasiones, como en este octubre caluroso en un puerto donde todos visten de labor.
—Pues sí. Este es el barco de Sebastián Cortés. ¿Le puedo ayudar en algo?
—Necesito hablar con él— levantó la cabeza.
—Es eso lo que está haciendo ya, mujer—espetó con aspereza y cierta impaciencia, al parecer fastidiado por su interrupción.
La desconcertó. Había dado por supuesto que era un tripulante o marinero, no el dueño. Esperaba un hombre mayor. Su abuela le había comentado qué el buscador de tesoros tenía mucha experiencia por lo cual mentalmente lo había catalogado como cincuentón. Reaccionó y trató de proseguir.
—Bien. Es un placer, me presento mi nombre es Elvira Gamboa y…
—Ajá—contestó el maleducado mientras se limpiaba las manos con un trapo aceitoso y se incorporaba mostrando la altura importante que lo caracterizaba.
La miraba como acicateándola a seguir o irse, como si su tiempo fuera oro y ella osara desperdiciarlo.
—He venido en nombre de mi abuela y de la ONG Compromiso y solidaridad.
Creyó percibir un brillo de interés ahora en su rostro un tanto imperturbable.
—Pase— le ordenó.
—¿Arriba? ¿Al barco dice, subir?
La miró con intolerancia
—Pues sí. ¿Dónde más?
Elvira detestaba los barcos, nunca se sentía bien en ellos. Además, no lo conocía, estaba solo y no sabía que esperar. No le daría gusto.
—Escuche, me enviaron a reunirme con usted y discutir las condiciones del contrato así como firmarlo. No voy a subir a su barco. No me siento cómoda.
—Nada le va a pasar—notó que retorcía los ojos. No disimulaba nada—. ¿Me tiene miedo? ¿Me veo como un asesino?
—Eso no lo sé yo y tampoco me importa. No me gustan los barcos.
—Pues anda usted bien errada en este puerto.
—Estoy haciendo un favor.
Él la miraba con fastidio y finalmente se encogió de hombros y desapareció. Estuvo unos minutos parada sin saber qué hacer y cuando ya pensaba girar en redondo para retirarse y quejarse amargamente con su abuela del mal rato que había pasado, él reapareció con un buzo blanco y unos pantalones en mejores condiciones que los previos. Bajó la escalerilla con celeridad y se puso a su lado.
—No tengo mucho tiempo. ¿Qué tiene para decirme?
— Pues yo tampoco tengo mucho tiempo, créame Me encantaría estar en otro lugar y no aquí. Me gustaría sentarme y que los papeles tengan un apoyo, al menos.
Era un jactancioso irremediable, estaba claro. Con ese tono que parecía indicar que nada le interesaba que ella hubiera atravesado el océano para estar allí, tratándola como si sobrara. No era mujer de odios fáciles, pero este tonto se estaba ganando su antipatía.
—Cómo sea. Hay un pequeño café saliendo del puerto, podemos conversar ahí sí le parece.
—Está bien—contestó.
Apenas lo dijo él se movió y ella debió seguirlo tratando de acompasar sus pequeños pasos a sus zancadas, ya que caminaba como si mil demonios lo persiguieran. Casi sin aliento buscó no perderle pisada entre las grúas y barcos hasta que la salida del lugar la recibió y el cruce de calle le permitió a sentarse. Era un lugar sencillo pero acogedor: unas mesas afuera con sombrillas coloridas, bajo unos árboles que resguardaban del calor de la tarde.
—Dos cafés—ordenó a la mesera que se acercó apenas sentados, sin preguntar ni darle tiempo siquiera a pedir algo más.
Hacía ya varias horas que no comía y su estómago se quejaba. Esperó sin hablar mientras él tamborileaba sobre la mesa, buscando apurar el trámite, pero no se inmutó. Cuando la muchacha les acercó los brebajes le preguntó qué podía traer que fuera de rápida hechura y sustancioso. La descripción de algo llamado “tostado” la tentó; los sándwiches calientes serían una buena base hasta la cena. Al girar encontró los ojos del hombre sobre sí.
—¿Usted paga lo suyo, verdad?.
La frase la molestó de inmediato, seca y altanera. ¿Se podía ser tan troglodita?
—Para su información y aunque no le debe interesar, he pasado más de veinte horas arriba de un avión, para luego viajar acá apenas descansando y comiendo lo mínimo. Aquí estoy como mensajera—se escuchó a sí misma y entonces prefirió callar. Nada le debía interesar a él—. Pero dejemos eso, seamos claros y concisos que parece que es lo que a usted le interesa. Tengo aquí el contrato con las condiciones establecidas para el negocio.
—Eso me dijeron. Me gustaría leerlo.
—Pensé que ya lo habían hecho. Supuse que solamente era el paso formal de la firma—lo miró con seriedad.
 No tenía ningunas ganas de estar sentada al lado de ese hombre el tiempo que le llevara la lectura, aguardando como una empleada que el señor se dignara a completarla. Suspiró e hizo lo posible por contenerse. Esa impaciencia suya a veces le jugaba en contra.
—Oh, claro qué lo hice, pero me interesa qué no haya existido ninguna modificación y que todo haya quedado en acuerdo a las dos partes.
—Muy bien, aquí tiene—indicó mientras extraía de su portafolios de cuero sendas carpetas y extendía las mismas.
Él tomó una verificando que eran los originales y comenzó la parsimoniosa lectura que en principio la enervó, mas luego que el café y los tostados arribaron no prestó mayor atención. Se concentró en mirar el movimiento del tránsito, un poco sorprendida por la variedad de los vehículos: bicicletas, motos, carros con caballos, amén de toda la gama de automóviles y camiones que traían su carga al puerto. Una variopinta mezcla de seres, hacia uno y otro lado, ocupados cada uno en sus asuntos y vidas.
Comió con apetito lo que le pareció una delicia y miró de tanto en tanto al calvo que con el entrecejo fruncido pasaba una y otra hoja. “Demasiadas ínfulas tiene, considerando que se le está dando dinero para que pueda realizar su proyecto”, pensó para sí.
—Bien Estoy de acuerdo, está bien. ¿Tiene un bolígrafo?—señaló finalmente.
Le extendió uno sin hablar, masticando como estaba el último trozo, algo atragantada. Observó como con trazo claro firmaba las correspondientes copias. Entonces se levantó y apenas con un gesto de su cabeza indicó que se marchaba.
—Espere un momento—casi gritó para detenerlo, con sorpresa por la brusquedad—. Tenemos que arreglar los detalles.
—¿No es lo que acabamos de hacer?
—Me refiero a la logística. Debo supervisar todo hasta que el encargado de acompañarlo en su expedición llegue.
—¿Y cuándo será eso?
La miraba con impaciencia
—Me indicaron que serán dos o tres días. No es mi gusto, pero lo voy a supervisar en la compra de equipamientos y en la elección de la tripulación.
—Ni hablar—señaló él fuerte y mirándola con fijeza.
—Pero…
—Usted tendrá todos los comprobantes, verá la gente si quiere, pero la elección ya está hecha y no está abierta a discusión. Esto no es una elección de pasantes.
Se había sonrojado, un poco por la vehemencia que él había esbozado y otro poco por la falta de caballerosidad que demostraba en cada uno de sus pasos.
—Mire—pareció concientizarse de la dureza del trato—. Esto es algo muy específico, los hombres los elijo yo porque los conozco y sé su experiencia. ¿Usted que puede saber de eso? Hace pocos minutos no quiso subir al barco porque le incomodaba, la cito textual—la miraba con desafío.
—Claramente, no sé nada—le respondió molesta y mirándolo a los ojos con absoluta frialdad—. Estoy haciendo un favor a mi abuela y lo haré hasta las últimas consecuencias tal como me comprometí.
—¿Sabe usted siquiera que buscamos?—le inquirió con un gesto altivo.
—Sé que busca un barco hundido y que cree que tiene un tesoro.
—Este no es un juego de piratas y tesoros, señorita. Esta tarea no es como la pintan las películas.
—A mí me importa poco. No tengo esperanzas ni expectativas, ni sueño con piratas, por si usted lo piensa. Es el dinero de mi familia el que se pondrá en juego y me parece lógico que haya supervisión de nuestra parte. Es muy simple.
—Me parece más que lógico. Pero esperaba alguien más idóneo.
—Descuide. Lo habrá en unos días. Mientras me tendrá que tolerar.
—Para que sepa, yo tengo ya comprometido todo lo necesario. Estaba esperando los arreglos formales para confirmarlo. Van a llegar a la zona de la exploración, no aquí.
Vaya, otra contrariedad. La tendría de aquí para allá, según parecía. Tomó aire y lo miró, preguntando con educación.
—¿Dónde lo vuelvo a ver y cuándo, entonces?
 Él la observó e hizo entonces un gesto de asentimiento.
—Deme unos días. Necesito resolver algunos asuntos y contactar a mi personal. La veré entonces en la costa de Rocha, el departamento. Si me da su número le enviaré las coordenadas de la locación para que la ubique con exactitud y no haya ningún tipo de problemas.
 Elvira buscó en su bolso y le costó encontrar su tarjeta. Cuando levantó la vista para entregarla, le inhibió un poco la intensidad de la mirada que la atravesaba. Él tomó el cartón con sus datos y se retiró con brusquedad.
“Imbécil”, pensó mientras se recostaba en su silla respirando con profundidad. Sólo pensar que iba a tener que pasar unos cuantos días cerca de ese energúmeno le ponía los pelos de punta. “Ni modo”, se dijo, “que el problema sea suyo. Yo haré lo que deba sin complicarme la existencia”.