AL
RESCATE DEL AMOR
Isabella Abad, 2018
PRÓLOGO.
La noche es inmensa, profunda
e insondable, solo iluminada por el fragor de truenos, relámpagos y centellas
que se descargan sobre el mar embravecido, cada vez más alterado.
La gran embarcación se sacude y salta sobre el
oleaje con un crepitar de maderas, rodar de toneles y volar de cuerdas. Los
hombres gritan y ajustan las velas intentando ganarle a la Naturaleza que se
muestra con toda su potencia destructiva.
El capitán sujeta fuertemente
el timón, procurando mantener la ruta del viaje, pero la fuerza terrible del
viento cruzado no ayuda. La inquietud le gana cada vez más; estas aguas del sur
son traicioneras y engañosas cuando están en calma y esconden trampas rocosas,
más aún cuando se navega en tormenta y casi a ciegas.
De pronto, uno de los rayos
viborea y zigzagueando veloz impacta con mayúsculo estruendo sobre el palo
mayor, desatando el fuego que envuelve desde arriba la embarcación, amén del
impacto sonoro y físico en quienes estaban cerca. La situación se vuelve más y
más desesperada, pues si bien la lluvia debería apagar las llamas, el viento
las aviva. Los marineros se ven desesperados y asustados, como si vieran
inevitable el desastre.
El capitán, en contra de su
experiencia de hombre de mar, pero atendiendo a lo urgente de la situación,
gira con pericia el timón para que la gran embarcación se oriente a la costa.
Está en juego la vida de sus hombres, la mercadería en bodega y además la
integridad física de los misteriosos pasajeros y su carga secreta.
“Maldita la hora en que los
acepté en mi barco. Esa mujer siempre me dio mala espina, a pesar de su
evidente importancia y jerarquía”, pensó furibundo ahora, como si culparlos
atemperara la situación. El instinto le había gritado que no había buen augurio
ni buena suerte en una fémina en la nave y ahora se comprobaba que sus huesos y
su olfato no fallaban.
La lluvia arrecia y los marineros ateridos
buscan refugio en los recovecos de cubierta. El agua que golpea como finas
piedras por fin consigue apagar el fuego. Cuando todo parece volver a la calma
relativa, un golpe seco y profundo hace estremecer y chillar la nave, herida
sin duda desde su base. El capitán mueve sus brazos con desesperación y grita: han
golpeado rocas invisibles.
La inspección inmediata bajo
la mortecina luz de velas muestra la herida profunda y severa en la bodega, que
se inunda sin freno. El casco está comprometido, han encallado y no queda más
que abandonar. El diagnóstico es claro y contundente y cualquier navegante que
se precie y tenga experiencia sabe que no hay otra solución.
El colapso es rápido, aunque
la agonía de la nave será más lenta. Inexorablemente Nuestra Señora de la
Caridad, barco navegando bajo bandera española, comienza a hundirse. El capitán
grita entonces las instrucciones irremediables: los pequeños botes deberán
salir a flote. Mas estos son pocos y frágiles y el terror desatado no colabora
con las tareas de salvataje y abandono ordenado de la nave.
El primero al mando ladra
órdenes a un lado a otro mientras los hombres corren por sus vidas sin
escucharlo, buscando su lugar en las embarcaciones. No los culpa, como se ven
las cosas los primeros tendrán ventaja y no hay aquí autoridad que valga. Cuando
lo que está en juego es la vida, los hombres rompen el cepo de las jerarquías.
Con rapidez y conservando aún
su sangre fría, consciente de sus responsabilidades, se dirige hacia el
camarote principal, suyo por derecho pero que cedió a su huésped, en un viaje
que debía ser tranquilo y sin novedades y se ha vuelto una pesadilla.
Sin tiempo para protocolos,
abre la puerta y visualiza a la mujer sentada y desencajada, y al hombre de pie
ante ella, con la cabeza baja. No sabe qué decir, se les nota el terror y la
incomprensión. Ella es una escocesa muy bonita, pelirroja y con un bello vestido que
más haría honores en una sala de fiesta que en el medio de la mar. Sostiene
contra su pecho un cofre de madera noble con herrajes bruñidos casi como si con
él se le fuera la vida. Ambos lo miran con pavor, esperando su palabra y tal
vez que él traiga la tranquilidad que la tormenta, los gritos y el ruido les ha
quitado.
—¡Hay que desalojar el barco!—
grita sin miramientos. No hay tiempo para protocolos ni cortesías.
—¡Nuestras cosas!— alude el
hombre y mira con desconcierto a la muchacha.
Los cajones y cofres que tanta
queja generaron en los marineros que debieron cargarla, yacen en un rincón de
la habitación.
—Es imposible salvarlas. Es su
vida o sus posesiones— dice con aspereza y ve como ella deja la caja, llorosa,
como si abandonara un bebé.
En ese momento el navío vuelve
a crujir, azotado por los vientos que retoman la fuerza y la nave gira hacia un
costado derribando objetos y personas. “¿Qué demonios puede tener ahí que sea
tan valioso como sus vidas?”
—No hay tiempo, deben salir
ahora— grita el capitán y da la vuelta dirigiéndose nuevamente afuera,
enfilando hasta el último de los botes, al que presto desata de sus cuerdas.
.
—Arriba— le ordena al hombre y
le tiende uno de los remos.
Ella se sienta en el medio del
tembleque bote y se toma de los bordes con pánico reflejado en su mirada, aun
cuando su cara parece inescrutable. La pequeña embarcación golpea con crudeza
el mar al ser desenganchada de las cuerdas que la sostienen y es entonces qué
el brutal baile con las olas comienza.
Los dos hombres intentan
manejar los remos y enterrarlos en las aguas ominosas que parecen negro fango. Es como
intentar dominar a tientas un caballo salvaje e imprevisible, aún para un
hombre que ha vivido en el mar toda su vida.
Nada se ve alrededor, salvo la
fugaz y tintineante luz del faro que aún lejano se convierte en codiciado
destino. Apenas han logrado separarse una decena de metros de la nave madre
cuando el colapso de esta enloquece aún más el mar, generando sacudones más
intensos si cabe, lo que hace que el bote que los traslada gire sobre sí mismo
y arroje al capitán y a la pareja al mar.
El primero logra sostenerse de
las maderas y busca a su alrededor intentando auxiliar a los otros. Todo lo que
ve es un remolino de faldas que se hunden irremediablemente.
El Río de la Plata, un río tan
ancho como un mar al decir de sus navegantes, río—mar que separa al Uruguay de
la Argentina, en el cono sur americano, se ha cobrado nuevas víctimas, hombres
y naves dormirán desde hoy en su lecho. La ignota condesa de Bedford, reciente
y secreta integrante de la nobleza inglesa, ha venido a morir con su secreto y
pertenencias en el fondo de un mar desconocido para muchos europeos. Con su
muerte, apenas advertida más que para los íntimos y tal vez llorada en secreto
por su amor, el mismo que la hizo partir, se abrirá un juego de poderes y
traiciones que atravesará el tiempo.
UNO.
Es un bello día y el sol
brilla con fuerza en un cielo despejado, tan celeste como los ojos del hombre
inclinado, que hace tareas de mantenimiento en el puerto de Montevideo esa
tarde de octubre de 2017. En la cubierta del barco, Sebastián Cortés arrolla cuerdas
y hace los nudos correspondientes para asegurar los botes salvavidas.
Una y otra vez, casi con
manía, ordena y asegura los pequeños objetos, equipos y herramientas de ese
barco que es su orgullo y tanto adora. Es el “Incitatus”, su caballo de los mares,
una nave que hace honor a su nombre: impetuosa, tal cual era el caballo del
romano Calígula, de dónde su dueño obtuvo el nombre. Es que para él la
embarcación tiene vida, late y se mueve en sintonía con sus emociones. Es una
tontería que sabe producto de su fijación con esa belleza producto de tantos
sacrificios.
Sebastián es un hombre alto,
de músculos marcados, más por el trabajo que por la actividad física sostenida.
Calvo por elección y comodidad, los rayos del sol destacan la desnudez de su
nuca. Su pecho, brazos y piernas morenos por la exposición al sol se aprecian
con absoluta claridad, ya que sólo viste pantalones cortos descuidados y algo
rotos, además de manchados por el aceite del motor.
Aparenta poco más de treinta
años. “Un hombre atractivo”, piensa la joven que lo observa desde el muelle, en
principio detenida a mitad de camino con su portafolios y luego avanzando
lentamente hacia él. Elvira Gamboa tiene en sus manos una tarea administrativa
que no le gusta y que sólo ha aceptado por expreso ruego de su abuela.
No entiende aún que hace en
este puerto y en este país tan lejano de su Europa, un lugar que ni siquiera
conocía en el mapa antes que se lo mencionaran. Suspira y sabe que está aquí
porque le es imposible negarse a algo cuando su abuela lo pide, es una mujer
determinada que siempre logra lo que quiere. Pero ella además la adora.
Sus ayudas de beneficencia y
solidaridad recorren el mundo a través de su fundación, una Organización no
Gubernamental que creó para sostener obras artísticas y brindar ayuda
humanitaria. “Por lo menos es más de lo que hace la mayoría de los nobles
ingleses a los que ella pertenece”, piensa despectivamente. Claro que Rosemary
Kent, condesa de Bedford, o ex dado que el título lo tiene ahora su hijo, no es
alguien que se pueda quedar quieta en un sillón a disfrutar de las mieles de la
riqueza o de los títulos nobiliarios, afortunadamente. No la querría tanto si
así fuera.
Elvira llegó el día anterior a
un pequeño y selecto aeropuerto cercano a Punta del Este en el jet privado de
un amigo de su abuela. Pronto comprobó que las distancias son cortas en este
pequeño país y si bien aún siente el cansancio del viaje, le va gustando lo que
ve. El lugar es hermoso, no exactamente el puerto en el que está ahora, sino las
playas y la costa que recorrió en el auto alquilado. Kilómetros de arenas
blancas bañadas por el Océano Atlántico y el Río de la plata. Las aguas no
tienen la claridad y la transparencia del Mediterráneo, pero su encanto es
innegable.
Carraspea desde las maderas
del muelle buscando llamar la atención del hombre, que parece absolutamente
inmerso en sus pensamientos. Alcanza ahora a ver mejor su perfil. Algo
irregular, la nariz casi perfecta. Le hace recordar cuánto detesta la suya, un
poco ganchuda. Tose por segunda vez y entonces él tuerce el rostro para
observarla desde la transparencia de unos ojos increíbles. Hay cierta
displicencia en la barba de días y la mueca de su boca le genera inmediata
antipatía.
—¿Podría decirme usted si este
es el barco que pertenece a Sebastián Cortés?—inquiere ella con la voz un tanto
más seca de lo que hubiera querido.
Se siente fuera de lugar y
transpira debajo de su traje sastre. Esa tendencia a vestir demasiado formal le
juega pasadas malas en ocasiones, como en este octubre caluroso en un puerto
donde todos visten de labor.
—Pues sí. Este es el barco de
Sebastián Cortés. ¿Le puedo ayudar en algo?
—Necesito hablar con él—
levantó la cabeza.
—Es eso lo que está haciendo
ya, mujer—espetó con aspereza y cierta impaciencia, al parecer fastidiado por
su interrupción.
La desconcertó. Había dado por
supuesto que era un tripulante o marinero, no el dueño. Esperaba un hombre
mayor. Su abuela le había comentado qué el buscador de tesoros tenía mucha
experiencia por lo cual mentalmente lo había catalogado como cincuentón.
Reaccionó y trató de proseguir.
—Bien. Es un placer, me
presento mi nombre es Elvira Gamboa y…
—Ajá—contestó el maleducado
mientras se limpiaba las manos con un trapo aceitoso y se incorporaba mostrando
la altura importante que lo caracterizaba.
La miraba como acicateándola a
seguir o irse, como si su tiempo fuera oro y ella osara desperdiciarlo.
—He venido en nombre de mi
abuela y de la ONG Compromiso y solidaridad.
Creyó percibir un brillo de
interés ahora en su rostro un tanto imperturbable.
—Pase— le ordenó.
—¿Arriba? ¿Al barco dice,
subir?
La miró con intolerancia
—Pues sí. ¿Dónde más?
Elvira detestaba los barcos,
nunca se sentía bien en ellos. Además, no lo conocía, estaba solo y no sabía
que esperar. No le daría gusto.
—Escuche, me enviaron a
reunirme con usted y discutir las condiciones del contrato así como firmarlo.
No voy a subir a su barco. No me siento cómoda.
—Nada le va a pasar—notó que
retorcía los ojos. No disimulaba nada—. ¿Me tiene miedo? ¿Me veo como un
asesino?
—Eso no lo sé yo y tampoco me
importa. No me gustan los barcos.
—Pues anda usted bien errada
en este puerto.
—Estoy haciendo un favor.
Él la miraba con fastidio y
finalmente se encogió de hombros y desapareció. Estuvo unos minutos parada sin
saber qué hacer y cuando ya pensaba girar en redondo para retirarse y quejarse
amargamente con su abuela del mal rato que había pasado, él reapareció con un
buzo blanco y unos pantalones en mejores condiciones que los previos. Bajó la
escalerilla con celeridad y se puso a su lado.
—No tengo mucho tiempo. ¿Qué
tiene para decirme?
— Pues yo tampoco tengo mucho
tiempo, créame Me encantaría estar en otro lugar y no aquí. Me gustaría
sentarme y que los papeles tengan un apoyo, al menos.
Era un jactancioso irremediable,
estaba claro. Con ese tono que parecía indicar que nada le interesaba que ella
hubiera atravesado el océano para estar allí, tratándola como si sobrara. No
era mujer de odios fáciles, pero este tonto se estaba ganando su antipatía.
—Cómo sea. Hay un pequeño café
saliendo del puerto, podemos conversar ahí sí le parece.
—Está bien—contestó.
Apenas lo dijo él se movió y
ella debió seguirlo tratando de acompasar sus pequeños pasos a sus zancadas, ya
que caminaba como si mil demonios lo persiguieran. Casi sin aliento buscó no
perderle pisada entre las grúas y barcos hasta que la salida del lugar la
recibió y el cruce de calle le permitió a sentarse. Era un lugar sencillo pero
acogedor: unas mesas afuera con sombrillas coloridas, bajo unos árboles que resguardaban
del calor de la tarde.
—Dos cafés—ordenó a la mesera
que se acercó apenas sentados, sin preguntar ni darle tiempo siquiera a pedir
algo más.
Hacía ya varias horas que no
comía y su estómago se quejaba. Esperó sin hablar mientras él tamborileaba
sobre la mesa, buscando apurar el trámite, pero no se inmutó. Cuando la
muchacha les acercó los brebajes le preguntó qué podía traer que fuera de
rápida hechura y sustancioso. La descripción de algo llamado “tostado” la
tentó; los sándwiches calientes serían una buena base hasta la cena. Al girar
encontró los ojos del hombre sobre sí.
—¿Usted paga lo suyo, verdad?.
La frase la molestó de
inmediato, seca y altanera. ¿Se podía ser tan troglodita?
—Para su información y aunque
no le debe interesar, he pasado más de veinte horas arriba de un avión, para
luego viajar acá apenas descansando y comiendo lo mínimo. Aquí estoy como
mensajera—se escuchó a sí misma y entonces prefirió callar. Nada le debía
interesar a él—. Pero dejemos eso, seamos claros y concisos que parece que es
lo que a usted le interesa. Tengo aquí el contrato con las condiciones
establecidas para el negocio.
—Eso me dijeron. Me gustaría
leerlo.
—Pensé que ya lo habían hecho.
Supuse que solamente era el paso formal de la firma—lo miró con seriedad.
No tenía ningunas ganas de estar sentada al
lado de ese hombre el tiempo que le llevara la lectura, aguardando como una
empleada que el señor se dignara a completarla. Suspiró e hizo lo posible por
contenerse. Esa impaciencia suya a veces le jugaba en contra.
—Oh, claro qué lo hice, pero
me interesa qué no haya existido ninguna modificación y que todo haya quedado
en acuerdo a las dos partes.
—Muy bien, aquí tiene—indicó
mientras extraía de su portafolios de cuero sendas carpetas y extendía las
mismas.
Él tomó una verificando que
eran los originales y comenzó la parsimoniosa lectura que en principio la
enervó, mas luego que el café y los tostados arribaron no prestó mayor
atención. Se concentró en mirar el movimiento del tránsito, un poco sorprendida
por la variedad de los vehículos: bicicletas, motos, carros con caballos, amén
de toda la gama de automóviles y camiones que traían su carga al puerto. Una
variopinta mezcla de seres, hacia uno y otro lado, ocupados cada uno en sus
asuntos y vidas.
Comió con apetito lo que le
pareció una delicia y miró de tanto en tanto al calvo que con el entrecejo
fruncido pasaba una y otra hoja. “Demasiadas ínfulas tiene, considerando que se
le está dando dinero para que pueda realizar su proyecto”, pensó para sí.
—Bien Estoy de acuerdo, está
bien. ¿Tiene un bolígrafo?—señaló finalmente.
Le extendió uno sin hablar,
masticando como estaba el último trozo, algo atragantada. Observó como con
trazo claro firmaba las correspondientes copias. Entonces se levantó y apenas
con un gesto de su cabeza indicó que se marchaba.
—Espere un momento—casi gritó
para detenerlo, con sorpresa por la brusquedad—. Tenemos que arreglar los
detalles.
—¿No es lo que acabamos de
hacer?
—Me refiero a la logística.
Debo supervisar todo hasta que el encargado de acompañarlo en su expedición
llegue.
—¿Y cuándo será eso?
La miraba con impaciencia
—Me indicaron que serán dos o
tres días. No es mi gusto, pero lo voy a supervisar en la compra de
equipamientos y en la elección de la tripulación.
—Ni hablar—señaló él fuerte y
mirándola con fijeza.
—Pero…
—Usted tendrá todos los
comprobantes, verá la gente si quiere, pero la elección ya está hecha y no está
abierta a discusión. Esto no es una elección de pasantes.
Se había sonrojado, un poco
por la vehemencia que él había esbozado y otro poco por la falta de
caballerosidad que demostraba en cada uno de sus pasos.
—Mire—pareció concientizarse
de la dureza del trato—. Esto es algo muy específico, los hombres los elijo yo
porque los conozco y sé su experiencia. ¿Usted que puede saber de eso? Hace
pocos minutos no quiso subir al barco porque le incomodaba, la cito textual—la
miraba con desafío.
—Claramente, no sé nada—le
respondió molesta y mirándolo a los ojos con absoluta frialdad—. Estoy haciendo
un favor a mi abuela y lo haré hasta las últimas consecuencias tal como me
comprometí.
—¿Sabe usted siquiera que
buscamos?—le inquirió con un gesto altivo.
—Sé que busca un barco hundido
y que cree que tiene un tesoro.
—Este no es un juego de
piratas y tesoros, señorita. Esta tarea no es como la pintan las películas.
—A mí me importa poco. No
tengo esperanzas ni expectativas, ni sueño con piratas, por si usted lo piensa.
Es el dinero de mi familia el que se pondrá en juego y me parece lógico que
haya supervisión de nuestra parte. Es muy simple.
—Me parece más que lógico.
Pero esperaba alguien más idóneo.
—Descuide. Lo habrá en unos
días. Mientras me tendrá que tolerar.
—Para que sepa, yo tengo ya
comprometido todo lo necesario. Estaba esperando los arreglos formales para confirmarlo.
Van a llegar a la zona de la exploración, no aquí.
Vaya, otra contrariedad. La
tendría de aquí para allá, según parecía. Tomó aire y lo miró, preguntando con
educación.
—¿Dónde lo vuelvo a ver y
cuándo, entonces?
Él la observó e hizo entonces un gesto de
asentimiento.
—Deme unos días. Necesito
resolver algunos asuntos y contactar a mi personal. La veré entonces en la
costa de Rocha, el departamento. Si me da su número le enviaré las coordenadas
de la locación para que la ubique con exactitud y no haya ningún tipo de
problemas.
Elvira buscó en su bolso y le costó encontrar
su tarjeta. Cuando levantó la vista para entregarla, le inhibió un poco la
intensidad de la mirada que la atravesaba. Él tomó el cartón con sus datos y se
retiró con brusquedad.
“Imbécil”, pensó mientras se
recostaba en su silla respirando con profundidad. Sólo pensar que iba a tener
que pasar unos cuantos días cerca de ese energúmeno le ponía los pelos de
punta. “Ni modo”, se dijo, “que el problema sea suyo. Yo haré lo que deba sin
complicarme la existencia”.