domingo, 7 de abril de 2019

Capítulo exclusivo, en adelanto, Entre el orgullo y la redención.


PREVENTA: rxe.me/WY14ML

Introducción

Castillo MacDowell, setiembre de 1632.
G
iró y lanzó la estocada contra los maderos que oficiaban de enemigo de práctica. Un pinchazo insidioso en su rodilla lo hizo inmovilizar y lanzar una imprecación. Arrojó su espada al suelo mientras procuraba sobar su pierna y avanzaba penosamente hasta el banco de piedra cercano.
«Envejezco, no llego a los cuarenta años y ya parezco un anciano decrépito», maldijo. Los años de quietud y vida de señor, sin conflictos ni otra cosa por hacer más que recorrer sus tierras, comer y recibir loas o quejas lo estaban anquilosando. Levantó la vista para mirar apreciativamente el lugar, su castillo. Muchos años atrás, quince para ser exactos, esas palabras le habrían sonado extrañas y falsas. Era cuando aún la presencia de su padre Blair latía entre las paredes y los lacayos encorvaban sus espaldas, atemorizados ante la sola mención de su nombre.
Blair... El gran laird había muerto y él, pobre remedo de líder, lo suplió como pudo. Esbozó una mueca con sarcasmo; no solía alimentarse con halagos y sí con insultos. No era una actitud de autoflagelo; él conocía su justo valor y medida. Era un hombre de medio pelo, solía pensar: medio líder, medio guerrero. Crecer bajo la sombra de un hombre tan imponente como su padre tenía esas consecuencias.
—¡Milord! —se escuchó una voz que interrumpió sus cavilaciones—¿Se encuentra bien?
Asintió ante la pregunta del guardia, que había dejado su lugar en la almena para venir a inquirirle. No había preocupaciones guerreras por esos días; la región se encontraba en calma relativa, sin enemigos o ejércitos a la vista. No representaba peligro alguno el que dejara su puesto.
—Solo es mi pierna mala, Henry, nada más— le indicó.
El guardia afirmó y se marchó. La familiaridad entre él y los suyos era alta y había sido el cambio que Ian había impuesto, luego de décadas de autoritarismo violento. Se fue dando con naturalidad al transcurrir los años. Diluidos el dolor, el odio y los deseos de venganza que lo habían empujado al conflicto armado con los Campbell, su natural personalidad equilibrada fue recuperando lugar.
Hizo una mueca ahora; su mente había viajado rápido hasta el aciago 1617, cuando su padre fue asesinado y su hermana huyó con los Campbell y él les había declarado la guerra. La derrota sufrida ante ellos y sus aliados, a pesar de haber contado con el apoyo del ejército del Rey Jacobo, había frenado su ánimo soliviantado. Más que la vergüenza por perder la batalla, le dolía pensar que su ceguera y rabia habían dejado a varias de las familias de su clan sin su sostén natural, pues la justa había cobrado varias víctimas MacDowell. Se había jurado no volver a exponerlos.
La soledad que lo rodeó en el castillo desde entonces, además de la prolongada falta de contacto fluido con los otros clanes y lairds, lo llevaron a refugiarse en sus más cercanos, que no eran otros que sus lacayos y guardias. Su familia se había disuelto por lo que él llamaba «amargas deserciones» y la comunidad MacDowell era considerada con desprecio entre las otras, que solían reunirse en festejos anuales y competencias deportivas, de agosto a enero de cada año.
Suspiró y se levantó para dirigirse con calma al interior del castillo, que recorrió morosamente. A pesar de la ausencia de la mano femenina de su madre y hermana, la decoración había mejorado. No predominaba el buen gusto, pero sí había más color y calidez y eso lo debía a sus sirvientas, que lo consentían. Encajó las mandíbulas, como cada vez que se colaba en sus huesos el dolor por la retirada de su madre Catriona, que había huido a las Low Lands, las Tierras Bajas, con su familia de origen luego de muerte su esposo Blair. Ni siquiera lo había dudado, lo abandonó sin pensar si él podría necesitarla, como si fuera un mero accesorio del castillo.
Su hermana Kirstie lo había herido aún más. Su obsesión con Ewan Campbell la había hecho propiciar la invasión al castillo, llevando a la muerte de su progenitor con su acción, amén de su retirada para siempre para formar parte del clan enemigo. Ellas deberían estar aquí, mas habían preferido a otros antes que a él, su familia de sangre. ¿Cómo no iba a entender el desprecio de los demás hacia su persona si las principales mujeres del clan MacDowell lo habían hecho a un lado como a un trasto?
—¿Milord? —Dio la vuelta y le sonrió a Rhoda, bonita sirvienta que lo recibió al asomarse al salón central—. Su almuerzo está dispuesto.
—¿Qué me has preparado hoy? —inquirió con calidez.
—Que no lo hago yo, recuerde. La cocinera se enoja mucho cuando lo escucha decir eso, es muy celosa de su territorio. Hoy ha asado un tierno cordero con puré y frutas, milord. Lo ha traído el campesino Steve, quien desea agradecerle su benevolencia. Promete pagar su deuda sin falta con la próxima cosecha.
Ian torció la cabeza y asintió. No dudaba que así sería. Esta situación hubiera ameritado unos buenos azotes en tiempos de su padre, quien de seguro hubiera recriminado su actitud, adjudicándola a debilidad y poco carácter. Pero, ¿qué más podía hacer si lo conmovía la desgracia de los suyos y la entendía? Las tierras no habían rendido bien los últimos años y el clima no ayudaba. No le urgía el dinero, había dejado de acumular armas y caballos.
Tomó asiento y comenzó a dar buena cuenta de los alimentos, con calma. El grave revés sufrido en batalla había tenido su contrapartida favorable, al menos. Le había dado protección e inmunidad ante el resto y le hacía considerar que no era necesario gastar tanto en protección. El Rey Jacobo había establecido que no podía ser tocado sin provocar conflictos. Era algo que los demás respetaban, aunque despreciaban. Por eso mismo, la situación le escocía de tanto en tanto; un hombre debía poder defender a los suyos.
Su mente le decía que esto no podía durar para siempre. Aires de cambio habían soplado con fuerza una vez que Jacobo murió en 1625, hacía ya siete de eso. Las veleidades guerreras del nuevo rey, el sucesor Carlos Estuardo, habían sacudido algo el ambiente, pero no llegaban a fondo las cosas, aún.
—¿Desea algo más? —inquirió la joven sirvienta con un poco de osadía acercando sus pechos a su mirada, que los recorrió codicioso.
La miró de vuelta, con una sonrisa y se mojó los labios.
—Tengo deseos de algo dulce—acercó su mano al rostro femenino, que recibió la caricia con placer y permitió que se extendiera por su escote.
Ian la tenía como favorita y eso le gustaba y le daba privilegios frente a las demás mujeres de la servidumbre, que respondían con pullas a sus ínfulas de conquista. «¿Crees que te desposará, incauta? Es un hombre solitario y sólo aprovecha el calor de tus posaderas, no hay lugar para una mujer de nuestra clase a su lado».
«Nunca se sabe», pensó ella ahora, mientras le dejaba hacer entre sus pechos y lo acariciaba con sabiduría, para excitarlo más y más. Sería un solitario, pero de seguro no uno casto. Su pasión y desenfreno le generaban un placer inusitado. Y mientras no hubiera una dama oficial en la vida del laird, ella lo era. Sonrió. No estaba mal ser el solaz de un hombre tan magnífico.
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Una vez en soledad, el sabor de la mujer aún en sus labios y la memoria de sus caricias en su piel, se sintió reconfortado. Su lecho no era morada por largo tiempo, solo el necesario para su placer y disfrute. Dormir juntos era de una intimidad que consideraba innecesarias y podía generar malas ideas en las mujeres que le rodeaban. No era tonto y sabía que varias se disputaban su atención y rivalizaban por su interés, aunque ninguna le conmovía al extremo de pensarla a su lado de manera permanente. La falta de vínculos con el resto de los clanes también estropeaba cualquier posibilidad de conformar una familia con una mujer de mayor rango o posición.
El dolor que le atravesaba y no se diluía, que escocía como ayer, era el de la falta de su madre y hermana. Sobre esta última, aunque se esforzó  por borrarla o considerarla muerta, había sabido que tenía hijos. Sus sobrinos. La idea de buscarla o retomar relaciones pasó más de una noche de alcohol por su cabeza, para ser rápidamente desechada, por absurda. Con seguridad Glenn y sus hermanos se habían ocupado de borrarlo de cualquier memoria afectiva que su hermana pudiera tener de él. Lo había dejado de lado apenas a las semanas de conocer a los Campbell. ¿Cómo no hacerlo luego de años de convivencia? No podía olvidarla, sin embargo, por más que se empeñaba. Siempre habían sido amigos, además de hermanos cómplices, aprendiendo y ayudándose desde pequeños, riendo y llorando por lo mismo. El ser mellizos les hacía tener esa relación tan especial, una que había pensado inquebrantable. Salvo al final. Olvido, mal que le pesara, era lo que merecía esa mujer, que ahora era una ajena.
Despertó al alba, sin pereza y se dirigió al patio principal, donde departió con los pocos guardias apostados, que aún sacudían la modorra de la noche. De seguro era más por lo incómodo de la postura nocturna que por no echar algunas cabezadas. Más de una vez había recorrido la muralla para encontrarlos roncando pesadamente. El sol asomaba con timidez y el cielo se llenaba de colores y matices y esto, sumado al aire frío del amanecer, lo vigorizó, sensación luego matizada por el desaliento. Daba inicio una jornada igual a las otras.
Sin embargo, sobre la mitad de la mañana, el grito del vigía le alertó de la llegada de un carruaje escoltado que rompió la monotonía de su vida y fue el primer anuncio de los cambios más inesperados que hubiera imaginado. La curiosidad hizo que diera la orden de permitir el ingreso, sin pensarlo. La presentación a viva voz, por requerimiento de su guardia, anunció el arribo de miembros del clan Edwards, lo que fue corroborado en los colores de sus tartanes. Su reducto era más al sur y era un clan de importancia media. Blair los despreciaba, recordaba bien algunos incidentes con ellos en el pasado. Esto era precedente y a la vez no pues, ¿quién de los alrededores y más allá no había chocado alguna vez con su padre?
Lo que más le intrigaba era que decidieran llegarse hasta su castillo, que era un lugar evitado en los últimos años. Algo muy urgente debía ocurrirle a esa gente para acudir a él. Resopló. Con seguridad algo les había acontecido o necesitaban asistencia por una situación puntual del viaje. Las normas de hospitalidad imponían la recepción y la ayuda. El carruaje traspuso el umbral mientras él descendía por la escalera de piedra. Alcanzó a ver el rostro de una mujer por la ventana, que lo atravesó con ojos inquisitivos. Esto aumentó su curiosidad.
Se acercó para recibir a los pasajeros en el centro del patio, donde ya el hombre del pescante había descendido, para abrir de inmediato la portezuela y dar paso a la dama, que se asomó curiosa y oteando todo a su alrededor, para fruncir su nariz de inmediato. Ian hizo chirriar sus dientes y maldijo en voz baja; de seguro esta era una mujer de escrúpulos y molestia fácil, de esas que abundaban en los castillos finos. El vestido holgado, oscuro y cerrado hasta el cuello impedían ver más de lo necesario. Una tez blanquísima, faz ovalada y de apariencia delicada, unos ojos negros intensos, todo se enmarcaba por una trenza de cabello ajustado. Ella lo observó a su vez, para darle la espalda de inmediato y ayudar a descender a un anciano de cabellos largos y blancos, cubierto por el plaid multicolor de los Edwards.
—Saludos y bienvenidos—se plantó ante ellos, tan solícito como su humor le permitió.
—Ian MacDowell. Vaya, vaya, vaya—se escuchó la cascada voz del hombre y su mirada aguda lo aquilató. Se apoyó en la mujer para no caer; parecía frágil y enfermo, aunque sus ojos eran despiertos y sagaces—. Tengo que decir que no te pareces mucho a tu padre, lo cual no es para nada malo.
La mujer carraspeó, como recordando la necesidad de urbanidad en el diálogo y señalando la inconveniencia del comentario. Ian había torcido el rostro y contenido el exabrupto, apenas por poco. No toleraría los insultos en su morada, mas antes de decir nada, el hombre levantó la mano en señal de cordialidad.
—Disculpa a este viejo deslenguado. No tengo intenciones de ofenderte. Antes bien, soy portavoz de un mensaje y una invitación. Pero déjame presentarme, como corresponde. Mi nombre es Sam Edwards y la que me acompaña es mi hija Elsbeth.
—Una invitación—inquirió Ian, elevando una ceja y pasando por alto las formalidades, para enfocarse en lo que consideró más relevante del discurso del hombre—. No suelo...
—Recibirlas, sí, lo sé. Tu malograda lucha hace años no te hizo exactamente el laird más popular de la región. Las cosas cambian, sin embargo.
—¿Qué ha cambiado? —inquirió con arrogancia y fastidio.
Le estaban empezando a cansar esas vueltas, así como la mirada y presencia de esa mujer, fría y seria. Lo incomodaba, era la menos atractiva que hubiera visto y eso que había mujeres poco agraciadas en su clan. Lo peor era su mirada de desaprobación, que se traducía en su boca fruncida.
—¿Nos vas a recibir aquí? —preguntó el anciano con impaciencia.
—Síganme— dijo con sequedad y dio la vuelta, para dirigirse al salón sin esperar o mirar si lo seguían.
Una vez allí, se sentó de mala manera en el sillón de madera que tantas veces había usado su padre y esperó. Su fastidio escondía interés. ¿Qué hacía un viejo laird aquí, con su hija? Mencionó una invitación. «¿Se referiría a un compromiso?», aventuró su cabeza, que bullía de ideas. Ni por toda la dote de las Highlands tomaría a una mujer tan estirada por esposa. Tal vez la desesperación había llevado al viejo aquí, con él. La única esperanza de una solterona sería un laird despreciado, ¿sería eso lo que le traía? Ya podía irse por donde había venido, porque a él no le interesaba nada.
Demoraron unos instantes en aparecer por la puerta de acceso al salón. El anciano, presentado Sam, flácido y casi sostenido por la fémina, que lo fulminó con sus ojos oscuros como noche. Se la devolvió retador. Si quería criticarlo y usar su mirada como juez, que lo hiciera. Nada les debía. No los necesitaba.
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Elsbeth sostenía a su padre por el brazo y lo instaba a que la usara como apoyo. Frágil como era su cuerpo, el anciano lo complementaba con una energía frenética qué nacía de sus impulsos y de la inexpugnable voluntad de vivir para siempre, o al menos hasta que su clan estuviera a salvo. Solo esta esperanza podía haberlo traído aquí, a un lugar que los demás evitaban y despreciaban. Así había sido hasta ahora, en que la situación cambiaba y era un momento de inflexión política y religiosa, que amenazaba la buena vida y la seguridad de todos en las Tierras Altas.
Muchos vivían sus días como si nada se hubiera transformado, pero él no podía. Era un agudo observador de la realidad y esta le marcaba que, si continuaba la tendencia del actual Estuardo hacia el absolutismo y la tiranía, los más directamente afectados iban a ser clanes como el suyo, relativamente pequeños y fáciles de someter por otros más fuertes. Estaban muy expuestos frente a una política real de impuestos que se llevaba buena parte de las rentas. Esto era solo el comienzo, temía.
—¡Suelta, Elsbeth! —gruñó una vez arribaron al salón, pero esta le hizo poco caso.
No podía casi sostenerse y el descortés laird MacDowell había actuado sin escrúpulos frente a un hombre tan anciano como él, pensaba Elsbeth. «Despreciable», fustigó mentalmente. Si no fuera por su historia personal de derrota, hubieran sido sus modales y falta de amabilidad los que le hubieran raleado del círculo de los clanes. Y eso que los escoceses no eran de modales finos. Trató de contener su indignación, recordando las palabras con las que su padre le había hecho ver lo necesario de este viaje y su objetivo. «Debemos ir nosotros, mi querida. Nadie más lo hará, eso es seguro. He podido convencer a todos de la necesidad de sumar a los MacDowell a la lucha, si es que esta se desata. O al menos, asegurarnos su neutralidad. Sus guerreros son numerosos, además de estar ubicados en una posición estratégica. Nadie desea ir hasta ellos».
»—¿Qué hay de Glenn? —había inquirido ella, en aquel instante, con pesar y temor a la vez.
»—En otro caso lo haría, lo vería como su tarea y la ejecutaría con gusto, estoy convencido. Pero hay demasiada historia y rencor entre ellos— había aseverado Sam, cavilando—. Debemos ser nosotros. Seremos los más directamente afectados si los problemas aparecen. Estamos en la primera línea si todo estalla».
Eso había sido una semana antes. Y aquí estaban, calados de frío y doloridos por el viaje. Debía confesarse que había esperado encontrar alguien muy diferente, pero su imagen mental no coincidió para nada con el hombre que los recibió. Alto, fornido, de ojos feroces y tormentosos, con facciones muy agradables, aunque desprolijas y perdidas entre la barba y el cabello pelirrojo. Sus miembros se adivinaban ágiles. Percibió una leve cojera al verlo caminar y perderse en el pasillo hacia el interior del castillo.
Por muchos años los detalles que lo describían lo habían hecho parecer un rufián avaricioso e inclemente, pegado a la Corte del Rey y protegido. Como un cobarde. «Que no parezca malo, no implica que no lo sea, Elsbeth. Apégate a la tarea de cuidar a tu padre». Con suerte, darían el mensaje y se irían, para no verle más. Eso sería lo mejor.
A medida que avanzaban por el largo pasillo continuó evaluando el entorno. El lugar era enorme, bastante más que el de su padre. Le había impactado desde que comenzaron a verlo cuando el carruaje avanzaba y ella notaba su corazón cada vez más encogido ante la incógnita de lo que les esperaba adelante. Entendía perfectamente las preocupaciones de su padre, que eran también las suyas. Como única heredera del laird de los Edwards, conocía las debilidades y necesidades de los suyos. Su padre la había preparado para controlar sus tierras, tomar decisiones de guerra y de paz, algo que no era nada tradicional, pero sí necesario, dada la falta de varones que tomaran la posta del liderazgo.
Sam Edwards había asumido como su deber preparar a su hija de la mejor forma posible. Vaya que ella tenía carácter como para resistirlo. Su esposa, Dios la tuviera en su seno, probablemente despotricaría desde la tumba por la falta de pretendientes y el ascetismo practicado con constancia por Elsbeth. No es que le faltara femineidad por naturaleza, la había cultivado. Su carácter gentil había sufrido un durísimo revés en la etapa más joven, volviéndola huraña y esquiva con los hombres, además de volcarla con apego a la religión.
Su seriedad no era más que una mascarada que buscaba cubrir un oscuro episodio, uno que su memoria guardaba desde su amanecer como mujer. Se despojó de recuerdos dolorosos y clavó la vista al frente. La preocupación le hizo apretar el brazo de su padre, que gruñó y la miró con mal humor. A la entrada del gran salón las esperaba una sirvienta, vestida con descaro. A su lado, ella parecía una monja.
Esos eran los dichos a sus espaldas, lo sabía bien. Solían adjudicarle ese mote, burlarse de su falta de compromisos maritales. A sus 35 años, Elsbeth era una solterona y las esperanzas de su padre parecían sepultadas. Durante muchos años la había alentado y hecho preparativos para tratar de conseguir un marido que la sostuviera; inexorablemente, todos sus intentos habían sido desechados sin esperanza por su hija. Y como Sam era un hombre práctico a la vez que astuto, no pasó mucho tiempo hasta que se resignó. La suya sería una semilla que no daría más frutos. Era su bastón y una buena hija, eso era suficiente para él.
Mas ahora le molestaba su ayuda porque lo mostraba más frágil de lo que quería frente a un hombre que, de seguro, no apreciaba esa característica. Por ello la apartó, rechazando su apoyo. Elsbeth lo entendió, aunque de soslayo, fulminó con la mirada a Ian, que bebía de una copa sin siquiera molestarse en ceremonias o en ayudar a un hombre que tenía dificultades evidentes. «Probablemente es un borracho que entierra su soledad en la bebida y en el sexo». Detestaba la flojera y el alcohol en los hombres; esto era algo que hacía que la gran mayoría cayeran bajo su desprecio de inmediato. Se encomendó al Señor, orando mentalmente para que Sam pudiera hacer entender a ese energúmeno la situación en la que se encontraban.
Siguió a su padre como un guardián, y le vio acomodarse en uno de los sillones de madera, detrás del cual se posicionó como una estatua, clavando su mirada en Ian, sopesándolo de pies a cabeza hasta ver que él se ponía ostensiblemente incómodo. Al menos eso le pareció cuando le vio bajar la vista y removerse en su asiento. Ella sabía cómo poner nervioso a alguien cuando se lo proponía. El silencio y la mirada de reconvención solían funcionar.
—¿Y bien? —soltó él entonces, con impaciencia, procurando incentivar a Sam a hablar.
No era algo que fuera a funcionar con su padre, pensó Elsbeth; a él le gustaba dar vueltas y no permitía que le apuraran.
—Debo reconocer que tienes un lindo lugar aquí, muchacho— señaló el anciano, con ánimo de conversación.
Sam solía embargarse en largos discursos, descripciones y cuentos de antaño, los que a veces lo distraían de su real objetivo.
—Ha conocido épocas mejores— sostuvo Ian, girando su cabeza, por un instante inmerso en el pasado.
Elsbeth logró percibir una chispa diferente en sus ojos. ¿Dolor, pesar, ira? Difícil saberlo.
—Sin duda, sin duda. Ese padre tuyo los tenía a todos corriendo a golpe de látigo.
—¿A qué debo su visita? — le cortó, molesto.
—Bien, trataré de ser breve, noto que no te gustan las introducciones largas.
—Digamos que estoy intrigado. No recibo muchas visitas por aquí, usted entenderá.
—Lo hago. Y no me parece difícil de interpretar por qué; tu actitud hace quince años es la responsable de eso—la voz de Sam ganó en acritud y no le tembló, a pesar que decía una realidad dolorosa.
Él todavía recordaba bien lo duro que había sido el triunfo. Había estado presente en la batalla y había perdido algunos buenos soldados.
—No voy a entrar en discusiones, no espere de mi disculpas o lamentaciones.
El viejo comenzó a toser con estrépito; parecía que se ahogaba y Elsbeth corrió hasta la mesa a buscar un vaso de agua. Estos ataques puntuales de su padre la estremecían, pues le recordaban su fragilidad. Le hizo beber con lentitud y logró sosegarlo.
—Estás hablando demasiado padre—le indicó.
El asintió y buscó aire hasta que su pecho se aclaró.
—Debo hacerlo—la miró y procuró tranquilizarla, para luego dirigirse nuevamente a Ian—. Yo no he venido aquí a recriminarte por el pasado. Entiendo que suficiente castigo fueron la derrota y el ostracismo al que has estado sometido, con razón o sin ella. Lo que me trae aquí es el futuro.
Elsbeth vio que entrecerraba los ojos y se acomodaba en el asiento. Su padre había captado su atención y eso era bueno. Pudo estudiar mejor sus ojos, su boca bien dibujada rodeada por una barba espesa y castaña rojiza que le confería carácter. A su pesar, debía reconocerle apostura.
—¿A qué te refieres, anciano? No me digas que lees el futuro—procuró sonar jocoso.
—No es difícil esbozarlo con la información correcta y en este caso, una serie de situaciones comienzan a darse la mano y a generar nubes de tormenta sobre nuestros clanes. Tú has contado por muchos años con el beneplácito del Rey—se aventuró a ser claro—, pero eso es algo que ha quedado atrás. La muerte de Jacobo ha cambiado el estado de relación entre ingleses y escoceses, pero también entre los católicos y los anglicanos. Carlos es un soberano ambicioso, sus conquistas ameritan guerras y para ello necesita ejércitos fuertes y bien armados. De ahí su urgente necesidad de dinero, que cada vez busca con mayor encono en nuestras tierras.
—Sé que los impuestos han escalado hasta las nubes, anciano. Y voy a aclarar es algo que todos ustedes, charlatanes, han dado por hecho. La ayuda del Rey a los MacDowell nunca implicó que dejara de cobrar sus dineros a nuestro clan.
Le molestaba la creencia de que ellos habían vivido en una situación económica diferente al resto todos esos años. No era así, tal vez había más morosidad en la exigencia y sin duda un halo de protección, más en las promesas que en los hechos, pues nunca debió pedir que se efectivizara. Habían sido años de paz.
—Carlos está generando división entre sus propios súbditos y no pasará mucho tiempo antes de que sus ansias de poder lo lleven a oprimirnos más y más.
—¿Qué quieres decir con toda esta perorata catastrófica? —sonaba y se sentía fastidiado. El anciano hablaba mucho y nada que no supiera.
—La Corte que rodea al soberano es ambiciosa y tiene sus propios intereses. El Parlamento fue suprimido hace tres años y los antiguos miembros complotan para recortar el accionar al Rey. Hay movimientos políticos y religiosos que buscan modificar la forma en la que Escocia se relaciona con Inglaterra. Carlos es descendiente e hijo de escoceses, pero nació inglés y estas tierras son de segunda clase para él, unas a las que busca extraerles jugo. Él tiene el poder de quitar tierras, pero sobre todo quiere de nosotros obediencia absoluta.
—¿No es lo que quiere todo Rey?
—Tal vez—señaló—. Pero los hombres de estas tierras somos orgullosos. Nos gusta la justicia, que nos respeten. Que lo nuestro no se toque. Y a veces hay que levantarse a luchar por lo que uno quiere.
—¿Que me estás queriendo decir con todo esto? —achicó los ojos—. ¿Y por qué venir a mí con ello?
—Seré muy franco. Los lairds de la región nos hemos estado reuniendo, intentando dejar atrás nuestras diferencias, que las hay y muchas. Pero todos nuestros problemas no son nada en relación a lo que puede ocurrirnos si no nos unimos. Ya hay clanes que apenas pueden mantener a sus familias y sus impuestos a la vez. Están dispuestos a rebelarse. Si no ponemos coto a las exigencias abusivas, terminaremos siendo meros títeres de un monarca cruel.
—¿Por qué debería interesarme algo de esto? Hasta donde veo, no parece afectarme. Claramente sí a ustedes. Su clan es débil y está en los límites, al sur. Serían los primeros invadidos por un rey fastidiado. He mantenido mis vínculos con la Corona. Pocos, mas suficientes. ¿Qué me haría romperlos? Máxime considerando la soledad y el desprecio con los que los míos han sido tratados todos estos años.
—Puedes pensar todo eso y tal vez tengas razón, en parte. Deberías considerar esto, además: eres un escocés, un hombre de las Tierras Altas. Debes fijarte dónde está tu lealtad. Como un verdadero líder debes velar por los tuyos. ¿Crees qué Carlos, de decidirse por la guerra, respetará los brumosos acuerdos que la Corona pueda haber tenido con tu padre o contigo mismo? Todo seremos lo mismo, si decide atacar.
—Encuentro razón en eso. Lo que no me queda claro es por qué el Rey querría atacarnos.
—Hay rebeldes, te lo dije. Ya están hostigando a algunos enviados del Rey. No estamos de acuerdo con eso, aunque no vemos modo de evitarlo. Por eso debemos prepararnos.
—Hace mucho que mis hombres no luchan y no sé por qué debería pedirles que lo hicieran.
—Mira, muchacho, solo te pido que lo consideres. Tendremos una gran reunión en cuatro semanas, en mi castillo. Todos los hombres importantes de la zona estarán allí. Quiero que estés presente.
—Dudo que los demás quieran saber de mí.
—Te equivocas. Lo hablamos. Algunos no querían, tienes razón. Pero otros sí. Entendemos que tú lideras uno de los clanes más fuertes de la región, con una posición por demás estratégica.
Elsbeth decidió intervenir. Su padre había hablado demasiado y la agitación se notaba en el pecho. Ese bruto no se percataba del esfuerzo que suponía para un hombre viejo viajar hasta aquí y tratar de convencerlo.
—Suficiente, padre. Has expuesto con claridad lo que querías. Este hombre deberá decidir qué hacer. Debemos marcharnos.
Miró a Ian, que parecía indiferente y con un gesto en su expresión, que interpretó como burla. Esto hizo que la ira la ganara, y alzó la voz, sin poder evitarlo:
—Tal parece que no le enseñaron normas de hospitalidad y carece del más mínimo sentido de la oportunidad. Mi padre ha sido el único que lo ha defendido y ha esbozado la necesidad de contar con usted y traerlo de vuelta al contacto con los clanes. Si la lucha se da, será por nuestra independencia, por la posibilidad de sobrevivir, porque nuestras tradiciones permanezcan. Para contener a esos ingleses que creen que Escocia es su reducto y el bolsillo del que pueden extraer todo lo que necesitan. Es además para defender la verdadera religión. Pretenden modificar nuestra Iglesia y nuestras creencias y…
Ian la escuchó con sorpresa, la pasión de sus palabras lo impactó y luego le molestó que ella creyera tener el derecho a sermonearlo.
—Con el respeto que me merece —la cortó con voz gélida y firme—. Me interesa bien poco la religión.
Ella lo miró con espanto.
—¿Cómo puede usted hablar así?
—He estado bastante alejado de Dios, cómo podrá comprobar. O él de mí, como quiera decirlo.
—Rogaré por usted— elevó la barbilla y giró su cabeza.
—Hágalo. Percibo que pasa usted metida en iglesias.
—¡Ian MacDowell, le pido respeto por mi hija! Es una mujer devota y tiene sus razones. Puede ser exagerada, pero es su manera de enfocar el mundo. Le debe usted respeto.
 Elsbeth lo miró algo herida por la defensa, y su padre le tomó la mano.
—Pero tiene razón en una cosa. Entiendo el profundo quiebre que existe entre los Campbell y usted. Es algo que deberán resolver, más tarde o más temprano. La invitación está hecha. Será usted bienvenido a mi castillo, que no es tan grande como el suyo. Seguramente la recepción será más cálida—sonrió con ironía.
Ian sintió algo de vergüenza al escucharlo, pero el orgullo le impidió decir una disculpa, como su lógica le sugirió.
—Lo pensaré. No tiene que irse de inmediato. Es un viaje largo y necesita descanso. Le ofrezco permanecer aquí esta noche. Los atenderán bien, no tenga duda.
Sam accedió y Elsbeth suspiró, internamente aliviada. No hubiera sido un retorno agradable por los caminos ondulantes y pedregosos, con su padre agotado y ella misma casi sin energías. No lo volvieron a ver, pues en la noche cenaron solos en el gran salón. Descansaron en camas tibias y fragantes y a la mañana habían recobrado fuerzas. El camino de vuelta se le hizo más rápido y ella sentía su cabeza bullir de pensamientos por ese hombre. Su padre se había equivocado. Evidentemente no había nada que hacer, ese hombre estaba lejos de Dios.