INTRODUCCIÓN
1244 DC, Escocia.
Tierras del laird Cameron McCoy.
1.
El acceso de tos seca
pareció sacudir los muros de la habitación a pesar de su robusta constitución
de sillares de piedra. Las dimensiones inmensas de la gran recámara del laird,
ubicada en la torre principal del castillo, la hacían caja de resonancia de los
sonidos del moribundo, en su mayoría monosílabos o gemidos que daban cuenta de
su dolor. Empero, no era una enfermedad la que tenía postrado a Cameron McCoy y
le estaba arrastrando aceleradamente a la muerte. Su pecho y su abdomen
vendados eran evidencia de las heridas de arma blanca recibidas.
A sus cincuenta y cinco años, con tanta muerte en su haber, luego
de haber participado en innumerables combates menores contra clanes enemigos y
batallas más grandes contra los ingleses, todo de lo cual había logrado salir
ileso, los jirones de vida que le quedaban y escapaban rápido eran producto de
un complot, de una emboscada. Sin embargo, su fortaleza y empecinamiento eran
tal que, a pesar de pender su vida de un hilo frágil, aún quería digitar los
destinos de los suyos, aquellos que quedarían detrás y sin su protección apenas
se entregara a las manos de la muerte.
Le costaba hablar y eso le impacientaba, entendía que no le quedaba tiempo;
la parka ya estaba llegando y necesitaba que sus dos hijas, ambas sentadas en
los costados de su lecho, escucharan sus últimas instrucciones. Era imperioso
que su estirpe se salvara y que el futuro de su clan, que aparecía oscuro y sin
salida, se tejiera con esmero y paciencia.
Lo que había planificado durante su agonía era un peso muy grande para
las espaldas de sus queridas niñas, pero era necesario. La historia del clan
McCoy se adentraba en el pasado, tenía cientos de años, y él no podría morir en
paz sabiendo que se perdería con su asesinato, que cuando diera su último
suspiro su castillo y tierras serían hostigados y conquistados por Roy Duncan,
ese cobarde que había usado la traicionera espada de sicarios para herirlo de
muerte. Si eso ocurriera, que no fuera porque él había dejado sin cuidado a los
suyos o porque sus descendientes se quedaban de brazos cruzados esperando el
peor desenlace. Lamentaba en lo más profundo que su hijo mayor, el único varón,
líder natural y heredero lógico, hubiera muerto tan temprano, años atrás, sin
dejar una simiente que le continuara.
El destino y Dios así lo habían dispuesto y él amaba sin medida a sus
dos hijas, a las que había criado procurando hacerlas fuertes y capaces de
defenderse, enseñándoles lo necesario para que pudieran pensar en estrategias
que, a corto o largo plazo, vencieran al enemigo de todas las horas, ese que le
había ganado a él la última partida. Intuía que aquel esperaba su muerte
agazapado en su castillo, con su ejército listo y presto a lanzarse sobre su
señorío cuando la noticia de su forzada partida volara por las Tierras Altas.
Luego de herirlo, unas semanas atrás, y como no había podido rematarlo,
se había dedicado a diezmar a sus lugartenientes y a asolar sus tierras, lo que
había sumido la producción y la vida de los arrendatarios McCoy en la parálisis
que provoca el miedo, fomentando la deserción y desesperación de muchos.
Perdida o al menos debilitada al extremo la cabeza del ejército, el propio
laird Cameron McCoy muriendo, la invasión era cuestión de tiempo. Volver a
pensarlo hizo que la ansiedad lo ganara y apretó las manos de sus hijas, que lo
miraron con sobresalto, notando que a su padre le urgía hablarles.
—¡No hables, no te agites! —le rogó Ayléen, la mayor.
—Es... necesario... Pronto moriré— la voz cascada no trasuntaba un ápice
de temor y la resolución de sus ojos afilados lo corroboraba.
—Si descansas te sentirás mejor— sugirió Sienna, aunque sus ojos de un
intenso verde esmeralda, límpidos y transparentes, dejaban entrever que eso era
un deseo profundo de su corazón que su lógica sabía no ocurriría.
—Hijas, no perdamos tiempo en despedidas ni emociones. Las quiero... Sé
que me aman y eso es suficiente…—se incorporó con enorme esfuerzo, sintiendo
como si le arrancaran las entrañas, pero sin sucumbir a la debilidad—. Ahí
afuera hay una amenaza cierta y que no pueden evadir.
—¡Combatiremos! —sentenció Sienna, elevando su cabeza y haciendo que su
barbilla se adelantara con la decisión de una guerrera.
Su hermana la miró furtivamente, deseando tener la misma convicción.
Cameron hizo una mueca.
—Nada pueden hacer en el estado de situación que les he dejado.
—Aún no te has ido… Confío...—agregó Ayléen
—No confíes más que en tu cabeza y en tu mano, hija mía y en la nobleza
de tu corazón y el de tu hermana. Ustedes son mi legado…El más precioso y caro.
Estas tierras, mi clan.
—Al que tanto has defendido y al que engrandeciste, honrando a tus
antecesores, del que debes sentirte orgulloso— dijo con fervor Sienna.
—Sí… Sin embargo, hoy se encuentra casi de rodillas ante Roy Duncan...
Es inevitable que este triunfe… Nos ha diezmado y ha ido cortando nuestras
alianzas y ayudas. Pero esto solo será finalmente real si ustedes fracasan en
las misiones que he planeado.
—¿Misiones? ¿De qué demonios hablas? —gritó Sienna con asombro, sin
poder creer que su padre les estuviera hablando de esa manera. ¿Es que acaso ya
deliraba?
—Es un hecho, repito, que Roy Duncan tomará nuestras tierras y el
castillo. Ustedes ya no deberán estar aquí cuando eso ocurra. He tomado todas
las disposiciones para que partan esta misma noche.
Cameron hablaba bajo, aunque la claridad y decisión de su voz y
expresión hacían entender que estaba consciente de lo que decía. Sin embargo,
ambas se negaban al contenido de sus palabras.
—¿Partir? Padre, ¿qué dices? —elevó su lamento Ayléen, llevándose las
manos al pecho, sus ojos de un verde mucho más oscuro que el de Sienna, desmesurados
por la incomprensión.
—Deben ponerse a salvo y evitar que ese maldito las atrape. Yo no pasaré
de esta noche y esa es una certeza que asumo sin miedo. No temo a la muerte. Sí
me espanta la idea de que mi familia perezca una vez que no esté y por eso los
recaudos. Deberán separarse, hijas mías. Mi fiel Malcolm tiene en sus manos dos
cartas, cada una dictada con claridad y que trasmite mis precauciones para
ustedes. Son mi última voluntad.
Las dos mujeres se adelantaron sobre el pecho de su padre, pues su voz
medraba, fruto del esfuerzo demoledor que le significaba hablar.
—No hables más, te lo ruego—sollozó Ayléen.
—Busco salvarlas…—la mano casi sin fuerzas del padre se posó sobre los
hombros de ambas mujeres—. Esas palabras trasuntan también los deseos egoístas
de un laird moribundo. Mi última voluntad es que se marchen y que cumplan mis
órdenes, unas que les sonarán terribles e injustas. No me juzguen.
—Debes descansar—sentenció Ayléen, acomodando su almohada, viendo que se
agotaba con rapidez.
Cameron miraba a Sienna con férrea voluntad, haciéndole saber a esta, la
más rebelde de las dos, que necesitaba que dijera que cumpliría, que
obedecería. Ella bajó la cabeza, en un gesto nada usual. No discutiría con su
padre en esta situación.
—Padre…—comenzó a hablar.
—Deben irse... Malcolm—Cameron elevó su voz para poner en movimiento al
fiel escudero, quien obedeció al instante, parándose delante del lecho y
asintiendo con disciplina.
—Debemos irnos—instó a las dos hermanas.
— ¡No dejaremos a nuestro padre…! —se empecinó Ayléen.
— ¿Le negarán su última voluntad a un guerrero? ¿A nuestro amado laird? —dijo
Malcolm, con crudeza, aunque bajo y firme, aleccionado en días anteriores por
el mismo líder McCoy.
Este las miraba con pesar, sabiendo que las ganaba el dolor, la
desesperanza y el desconcierto, pero lo único que les podía legar en ese instante
era la seguridad de una meta que les diera esperanza y cambiara su destino, uno
que sería de crueldad y muerte si permanecían a la espera de su partida.
Ayléen fue la primera en ceder, como esperaba. Se inclinó con suavidad
sobre su pecho y besó su frente largamente, mientras él tomaba su mano y la
besaba en postrera despedida, para luego incorporarse y marchar detrás de Malcolm.
Sienna demoró unos segundos, los que le llevó sorber sus lágrimas. Apretó la
mano de su padre, le miró con amor y acarició su mejilla, para asentir.
—Haré lo que pides, padre, sea lo que sea. Soy consciente de que siempre
hiciste lo mejor para nosotras. Te amo. Te amamos. Que tu vuelo…—se quebró e
inclinó la cabeza.
—Me llevará con su madre—dijo él, bajo—. Tanto la he extrañado. Estaré
bien. Estarán bien.
Ella asintió y se despegó con lentitud, para seguir a su hermana. Dio un
último vistazo a su padre, que sonreía levemente.
2.
Sienna caminó fuera de la habitación, internándose en el pasillo, con
una decisión que no era proporcional a su desconcierto interno. Su paso firme
fue seguido por el de Ayléen, que se había detenido al salir de la recámara,
cabizbaja y sin poder creer que su padre les hubiera ordenado abandonarlo en
los últimos momentos de su vida, cuando deberían estar a su lado cuidando que
sus horas finales fueran de bienestar. Ambas llevaban en sus manos las cartas
de las que su padre les habló, las que Malcolm les entregó en silencio.
La de Ayleen permanecía cerrada, pues aún no se atrevía a abrirla,
conmocionada por el rumbo que iban tomando los acontecimientos. Sienna, por el
contrario, caminando con lentitud, rompió el lacre y comenzó a leer. Por los
gestos y expresiones de incredulidad que hizo al hacerlo, Ayléen intuyó que lo
solicitado superaba sus previsiones y deseos. No obstante, ella sabía que su
hermana cumpliría a rajatabla lo que sea que le había sido solicitado, pues así
se lo había prometido a su padre en el lecho de muerte. Volver a considerar
esto hizo que se detuviera, sus ojos velados por las lágrimas y entonces
irrumpió en un llanto difícil de controlar, imposible de detener la tristeza
por el que se adivinaba un desenlace de poco tiempo.
Sienna se detuvo al escucharla y retrocedió. A pesar de su propia
incertidumbre y dolor, que la carcomían, se compadeció de su hermana, a la que
reconocía más frágil a pesar de ser mayor. Se acercó para tomarla por los
hombros y luego abrazarla, acariciando su largo cabello rubio con matices
pelirrojo, que a la luz de las antorchas que iluminaban cada rincón del largo
pasillo, parecía fuego dorado. Buscó darle consuelo y de algún modo fue ella la
que sintió que lo lograba al compartir su dolor.
Este lugar, cerró los ojos al pensarlo, este amado castillo que habían
recorrido de cabo a rabo desde que eran unas pequeñas niñas, del que conocían
cada escondite y cada piedra, comenzaba a perder la calidez que siempre lo
caracterizó. No importaba cuántas fogatas encendieran y cuánta madera quemaran.
Era la frialdad que traía consigo la muerte, el sentir que el alma de su padre
las estaba abandonando. Era también la convicción de que su mundo se
resquebrajaba cual si fuera un frágil espejo de agua quebrado por las ondas que
provocaba una piedra. Ambas lo sentían por igual.
—Vamos, Ayléen, debemos apresurarnos—procuró recomponer su fachada y se
separó con falsa compostura—. Nuestro padre tiene razón, mal que me pese
admitirlo. Las gaitas de la guerra ya suenan, vendrán por nosotros. Es seguro
que apenas corra por el campo la noticia de la muerte de Cameron McCoy,
tendremos en nuestras puertas a ese odiado hombre, ese maldito laird Duncan…
—¡Cobarde y ruin laird! ¡Maldito, maldito sea!¡Su ambición es la
culpable de todo esto! La muerte de nuestro hermano años atrás, la de nuestro
padre ahora—sentenció Ayléen, irguiéndose para recuperar su calma, lográndolo
apenas.
Tenía que ser fuerte, quería demostrar a Sienna que estaba entera. Dolida,
pero no quebrada. No podía convertirse en una carga, en el lastre de su
hermana. Su padre confiaba y creía en ambas y si Sienna era la hija fuerte y
combativa, una guerrera por naturaleza, Ayléen sabía que su padre reconocía en
ella a la voz de la lógica y la razón, la que equilibraba y mediaba, y la que
también era valiente. Si había planeado misiones, como las llamó, era porque
creía que de las dos dependía el futuro de su clan.
Había muchas cosas que las diferenciaban, en especial en lo físico,
aunque compartían el mismo orgullo de ser parte de un clan tan añejo, el amor
por su padre y un intenso cariño mutuo que había crecido con ellas. Eran solo
dos años los que las separaban y habían crecido solas, pues su madre había
muerto al poco tiempo de nacer Sienna, producto de fiebres incontrolables. Esto
había sumido al laird en la tristeza, mas no en la inactividad.
A los veinticuatro y veintidós años respectivamente, las hermanas eran
mujeres hermosas, sus cabelleras rubia y pelirroja, sus ojos reflejando la
intensidad de los verdes de las Tierras Altas, sus cuerpos atléticos forjados
por el ejercicio permanente del caballo y las prácticas de las armas, aunque la
suavidad y blancura de sus rostros y manos no lo manifestaran. Podrían haberse
casado hacía ya buen tiempo, si lo hubieran deseado o dispuesto. Sin embargo,
ambas habían dejado a un lado las distintas propuestas de matrimonio que habían
ido llegando, con el fin de mantenerse cerca de su padre.
No porque él se los pidiera; de hecho, las conminaba a formar su propia
familia, pues entendía que era lo lógico y natural. Mas, solía argumentar
Sienna, ¿quién mantendría la estirpe y el castillo si se iban? Cuando su padre
estaba bien lo hacía sin problemas, pero envejecía y su hermano mayor hacía
cinco años que había muerto, dejando detrás el dolor. Su progenitor estaba
siempre en alguna guerra o languidecía en la pena del recuerdo de su madre e
hijo, heredero natural.
Por otro lado, las propuestas que habían recibido no habían convencido a
ninguna. Siempre había habido algo que molestaba de los pretendientes: <<Demasiado
bajo, demasiado gordo, no tiene pelo, es un bárbaro, un hombre sin talento para
las armas…>>. Las dos tenían distintas explicaciones para su soltería.
—¿Qué te ha pedido nuestro padre? —interrogó Sienna.
Ayléen mostró su carta sin abrir y preguntó a su vez:
—¿Qué te ha escrito a ti?
El furioso abanicar de las pestañas al cerrar los ojos y arrugar el
entrecejo hizo ver que no era nada bueno. Sienna además se mordió el labio
inferior hasta sacarle sangre.
—He de marchar el noroeste, a la isla de Skye, con Malcolm—Ayléen abrió
su boca en expresión de sorpresa, sin entender—. Nuestro padre… Él quiere que reclame
la ayuda y apoyo del laird Logan McGonagall.
—Ese hombre…—dijo con vacilación—. ¿No es el que llaman el Lord Oscuro,
del que solo se cuentan cosas tenebrosas?
Sienna asintió, confundida.
—¿Qué podría hacer él para ayudarnos? ¿Por qué lo haría?
—Padre afirma que contaremos con su apoyo…—su voz se hizo un hilo—. Al
parecer, compartieron tiempo en la última guerra, en apoyo del Rey. Nuestro
padre ya envió emisarios e hizo el compromiso de casar a una de nosotras con
él. Fui la elegida.
Ayléen no cabía en sí del asombro
y no sabía cómo consolar a su hermana, evidentemente rabiosa en su fuero
externo, pero de seguro asustada y conmovida en su interior.
—Voy a leer que me pide a mí—señaló, apremiada por sacar a su hermana de
su desconcierto y a la vez con curiosidad no exenta de temor por lo que le
sería solicitado. Rompió el lacre y sus dedos tembleques desplegaron la carta,
para leerla en alta voz:
<<Querida hija, Ayléen, estas son las últimas palabras que te
escribo. Seguramente estaré por irme cuando las leas o lo habré hecho ya y por
ello quiero que sepas, primero y principal, que te quiero mucho y agradezco tus
cuidados y apoyo en mis desvelos. Tú y Sienna han sido la antorcha de mi vida,
aquellas que me dieron esperanza y me sacaron del pozo que significó la muerte
de mi querida esposa y luego de mi hijo, su hermano. De algún modo, cada una de
ustedes heredó las mejores cualidades de mi amada y, por fortuna, pocas de mis
falencias…>>—detuvo la lectura para recuperar la voz, que su garganta
trémula hizo quebrar—. <<Ambas han sido para mí el refugio y el
bálsamo en tiempos de guerra y la alegría en los de paz, que no han sido
muchos, desafortunadamente. Lamento tanto recargarlas de un modo tan cruel,
pero ustedes saben bien el peligro que corren nuestras tierras y el clan todo.
No podrán defenderlo solas y tendrán que permitir que tomen nuestro refugio,
porque así son las vicisitudes de la guerra. Considérenlo una batalla perdida
pero no final, una entrega momentánea en aras de salvaguardar lo esencial, que
es su vida.
A cada una de ustedes les toca una aventura que buscará tejer la futura
reconquista y me temo tendrá sus costos, como todo en la existencia. Siento
tener que ser quien señale qué hacer y que las consecuencias las asuman ustedes,
mas no tengo otra alternativa. Tenemos un compromiso con el clan, con la
familia y con la historia. Ustedes serán las encargadas de gestar la revancha y
la recuperación de lo que ahora se pierda. Ambas.
Tú, mi serena e inteligente Ayléen, debes ir al norte, hija mí, a las
tierras de Irlanda. Debes buscar a tu tío, al hermano de tu madre, Groan
McDonald. No lo recuerdas ni conoces, se fue cuando apenas tenías dos años, al
morir tu madre. Nunca me tuvo en alta estima y sé que hizo fortuna y tierras allá.
Debes encontrarlo, mencionar mi muerte y pedir su ayuda. Eres la hija de su
hermana dilecta, su sobrina y estoy seguro de que asumirá su responsabilidad.
Lleva contigo el medallón de tu madre, ese que has admirado por años. Es tuyo
ahora.
Son tierras convulsas, por lo que le he solicitado al párroco Jack
Kendall que te acompañe. En estas tierras del Norte donde aún quedan hordas de
vikingos, viajar sola y expuesta es peligroso, por lo que deberás disfrazarte
de religiosa, será lo mejor. Él tiene todo dispuesto.
Adiós, hija mía>>.
Ayléen terminó la lectura con renuencia, como si leer los últimos deseos
de su padre hiciera que lo tuviera junto a sí. Apretó los labios y se recostó
contra el muro, mirando a su hermana, que estaba cabizbaja.
—Groan, nuestro tío. He oído historias de él. Irlanda…Tan lejos.
—Es una locura—bisbiseó Ayléen—. Disfrazarme de monja, ir con un hombre
que es familia, pero se alejó de nosotros y no quiso saber nada…
—Padre parece convencido de que nos ayudará.
— ¿Y si no es más que su deseo? Ese hombre debe haberse olvidado de
nosotros. Por algo se fue, en definitiva.
—No ignoras que nuestro padre es un hombre difícil de lidiar.
—Si este tío nunca se preocupó, si no le importamos cuando pequeñas,
¿qué interés de ayudarnos puede tener ahora? —sentenció.
—Al menos no tienes que casarte. Y el cura Kendall es un hombre probo y
valiente.
Ayléen asintió, en verdad era un sacerdote muy agradable, de buen humor
y que manejaba muy bien la espada. Miró a Sienna que estaba igual de
desconcertada.
—Dos cartas, dos caminos. Y un mismo objetivo, buscar hombres que no
conocemos para que sean quienes defiendan lo nuestro. ¡Parece tan injusto!
—Es un mundo de hombres, Ayléen. Lo sabes mejor que yo, no contamos,
como no sea para parir o dirigir la limpieza del castillo.
—Deberemos separarnos—se lamentó.
—Y con premura… Hemos de partir antes de que el sol eleve sus primeros
rayos, marcharnos cuanto antes es la garantía de escapar indemnes.
—¿Y si nuestro padre no muere? ¡Lo hará en manos de ese hombre!
—No será así. Sabes como yo que le restan apenas unas horas, su espíritu
está casi fuera de este mundo.
El silencio y el pesar las envolvió. Ayléen respiró profundo.
—Mis señoras—ambas miraron a Malcolm, cuya presencia habían olvidado,
tan embebidas en los recuerdos y emociones estaban. El escudero había esperado
unos cuantos metros detrás, sabedor de lo que ocurría—. Hemos de apresurarnos,
las horas corren. Sus equipajes están ya dispuestos—lo miraron con sorpresa
extrema—. Fueron órdenes de su padre, sus damas prepararon lo necesario e
imprescindible para el viaje. Hemos de viajar livianos para garantizar la
rapidez.
—Pero yo necesito mis libros, mis objetos de escritura.
—Ayléen, estos tiempos que se avecinan serán de cuchillos y espadas, más
que de plumas—Sienna tomó su mano—. Si todo sale como padre quiere, mal que nos
pese—torció el gesto, evitando pensar en lo que eso significaba—, podrás volver
a tus amores, a la tinta, a tus escritos. Ve ahora, hermana. ¡Te quiero!
Ambas se fundieron en un abrazo que pareció interminable por lo sentido
y estrecho. En él procuraron trasmitirse el amor y el dolor que las aunaba. Malcolm
esperó a que se separaran para acotar:
—Kendall ya está en las caballerizas, preparado y a la espera. Su
disfraz, el que su padre señaló como necesario, está también dispuesto.
Ayléen asintió, tomando el camino a su recámara, con desaliento, pero ya
sin dudar de la decisión.
—No hay nada más que hacer, salvo marchar—dijo antes de desaparecer.
—Mi señora, lamento tanto todo esto—le dijo Malcolm a Sienna, que aún
estaba inmóvil
Ella asintió, sabedora de que así era.
—Nos toca un largo camino, desconocido. Haré todo lo que esté en mis
manos, comprometeré todas mis fuerzas para protegerla.
—No tengo ninguna duda sobre eso—sentenció ella.
—Todo está listo. Debemos partir sin demora.
—Supongo que así es—acotó ella, siguiéndole sin más, obligando a sus
miembros renuentes a despegarse del sitio que amaba.
3.
Las sombras de la noche envolvían todo en derredor,
haciendo que la despedida de ese lugar, ahora oscuro y opresivo al estar
rodeado por la inevitabilidad de la muerte de su laird y señor, fuera más
amarga. Las dos hermanas estaban finalmente listas, una con su atuendo de
religiosa, la otra vestida como un soldado. En el centro del gran castillo, en
ese claro gigante que era el patio de armas, las hermanas se despedían, tomadas
de sus hombros y pegadas sus cabezas, frente con frente, las dos con sus
rostros bañados en lágrimas que no se convertían en llanto abierto porque
necesitaban demostrarse mutua fuerza.
Debían separarse y ese ya era un hecho que no habían vivenciado antes.
Lo que lo hacía doblemente dificultoso era la situación de luto y el marchar
por rutas diversas, que ninguna conocía y que las llevaba a destinos inciertos.
Necesarios, urgentes, pero inciertos.
Quienes las contemplaban, la
servidumbre y parte de la guardia militar del castillo, se veían afligidos por
la situación y con más dudas que certezas. Sabían que su laird agonizaba y su
última orden tenía que ver con la partida de sus hijas, con protección casi
nula. Sabían también que a ellos les esperaba una batalla allí mismo y eso
llenaba al ambiente de tensión y confusión. Entendían que no era una huida o un
abandono, porque así se los había explicado Malcolm. La mayoría conocía bien a
las dos hermanas y las estimaban y querían.
De rasgos bien distintos y
diferencias físicas notables, eventualidades de heredar rasgos cambiados de sus
padres, de gustos e intereses
tan disímiles, compartían un sentimiento de cariño mutuo profundo. Habían sido
dos pequeñas consentidas y adoradas por su padre, que había suplido sus
ausencias guerreras con mucho tiempo dedicado cuando estaba, y las había
estimulado a apoyarse y defenderse siempre. Por eso era tan difícil esta
partida, les rondaba la idea de que tal vez esta era la última vez que se
veían.
—¿Quién sabe que nos espera adelante? ¿Quién sabe que tiene dispuesto el
destino para nosotros? —murmuró Sienna.
—Debemos confiar en que el buen Señor nos cuidará—hipó Ayléen, aferrada
a su cruz y poniendo más énfasis del que sentía, buscando que el hábito que
vestía le proveyera de la fuerza que solo la confianza y la fe en algo superior
podían darle.
Sienna meneó la cabeza.
—Ese Dios es el que nos está arrojando al abismo quitándonos al único
ser que nos puede proteger.
—Nos tenemos mutuamente, hermana mía—acotó Ayléen, convertida en la
fuerte, la que no solía ser la situación más habitual, acariciando el cabello
trenzado de su hermana y su mejilla, para luego levantarle la caperuza de su
enorme capa negra y cubrirla, incentivándola a emprender el viaje.
Detrás de ambas y a la espera, los dos hombres que las custodiarían y
las guiarían en sus caminos de incógnitas, se miraron en silencio e hicieron un
gesto de mutua confianza. Malcolm sostenía las bridas de los caballos más
oscuros de las caballerizas, corceles que habían sido seleccionados por ser los
dos más rápidos, aquellos que les alejarían como el viento del peligro que se
avecinaba. El ejército del vecino laird se alistaba, eso era un hecho, para
avanzar sobre el feudo McCoy, sabedor de su superioridad en número y la falta
de liderazgo. Una vez que tomaran las tierras y aterrorizaran a los campesinos,
dándoles cuenta del nuevo estado de cosas, se moverían raudamente a su
principal objetivo, que era la toma del castillo y el control de las herederas.
Quizás el muy ruin pensaba forzar a una a aceptarlo como esposo, de manera de
legitimar su posición de invasor. Lo había intentado años atrás formalmente y
había sido rechazado por Cameron.
Malcolm confiaba en su señora Sienna, que era una mujer de una belleza serena,
pero que además manejaba con destreza las armas y los caballos. Lo único que le
preocupaba un tanto era que ella nunca había atravesado circunstancias como las
que debería vivir ahora. No dejaba de ser, a pesar de su sencillez y bonhomía,
alguien acostumbrada a dar órdenes y sentarse en la comodidad que le otorgaba
su posición de nobleza. Y sabía que a su temple y valentía se sumaba un
carácter a veces obcecado.
Su laird Cameron se lo había dicho y le había pedido paciencia y sabia
severidad en el momento necesario. El escudero estaba dispuesto a cumplir su
tarea con convencimiento, con la obediencia y lealtad de un hombre que había
sido criado y educado para servir a sus lores con las armas, pero también con
la astucia y la inteligencia para tomar decisiones importantes. Podía tolerar
la tormenta que significaba el mal humor y porfía de su protegida si con eso se
aseguraba que se alcanzara la meta final. Porque eso implicaría la vuelta, la
revancha contra los que les obligaban a marchar en esta hora.
—Es tiempo, mi señora—urgió, y Sienna asintió.
Su objetivo final, en la isla
de Skye, era el señorío de Logan McGonagall, hombre que él conocía de compartir
posiciones en la última guerra impulsada por el Rey Alejandro II. Era un hombre
rodeado de leyenda, la mayoría negativa y eso Sienna lo había escuchado. Estaba
seguro de que Cameron había tratado de ser claro y tranquilizar a su hija al
respecto, dándole instrucciones
específicas. Debía confiar en el talento de la joven, en su buen juicio. Le
quiso ayudar a montar, pero ella lo rechazó con decisión. No por orgullo, sino
por la convicción de que a partir de aquí serían muchos días en los que debería
valerse por sí misma y Malcolm debía preocuparse por otras cosas antes que por
su comodidad. No estaba dispuesta a comportarse como una dama en un viaje de
esas características. Tenía que ser un soldado, alguien práctico y valiente.
Espoleó el corcel con decisión, sus piernas enfundadas en botas de cuero
que se pegaron a la grupa y se movieron hacia la salida. El trote se tornó
galope, haciendo que los cascos del caballo arrancaran sonidos y algunas
chispas en las piedras que tapizaban el patio central y cuando alcanzó la
puerta de entrada, que ya había sido desplegada por los guardias nocturnos, la
cruzó sin mirar atrás, continuando hasta llegar a la cima de la colina, seguida
de cerca por el escudero. Una vez allí se volvió y detuvo la montura para
observar por última vez la silueta de la gran estructura, el orgulloso castillo
McCoy, de los más grandes de la región. Desde él se apreciaba bien toda la zona
central de las Tierras Altas y por ellas había extendido su poderío, durante
kilómetros y kilómetros a la redonda. Tal vez estaba mirando los últimos
instantes de todo. Presa del dolor, dio vuelta y dijo mentalmente adiós.
Detrás, aún en el patio, quedó Ayléen, sorbiendo las lágrimas que
enturbiaban su visión. Durante un buen rato se dejó azotar por el frio que pinchaba
y penetraba la piel como agujas, sin la capa, procurando que otras sensaciones
le quitaran la confusión y el dolor. Vestida y personificada como una monja,
toda cubierta por el hábito, se le hizo complicado montar, por lo que lo hizo
con dificultad en el animal dócil y tranquilo que había sido seleccionado para
ella.
Partió en una pequeña caravana de dos carros, con el párroco a su lado.
Avanzaron para atravesar la misma entrada que había despedido a Sienna. Un
largo camino les esperaba adelante, probablemente generoso en peripecias para
poder encontrar a ese tío que no conocían, a quien debería rogar una ayuda
imprescindible para volver. Si eso sería posible, si tendría éxito, solo el
tiempo lo diría. Contuvo el gesto de dolor que experimentó al pensar que estaba
sola y entregada a los designios del creador.
Tan fuerte como era su fe, tanto como confiaba en la protección divina,
sabía que el libre albedrío y la voluntad de los hombres movían el mundo. Ella
y Sienna, únicas representantes nobles del clan McCoy, estaban en sus manos.
Triste destino que hacía descansar la esperanza en las espaldas de dos mujeres.
Si podrían cumplir lo planificado, si tendrían éxito o sucumbirían, si esos
hombres las ayudarían, eran incógnitas. Lo sabrían cuando los confrontaran.
Suspiró largamente, mecida por el vaivén monótono del caballo. Ella haría todo
lo que estuviera en sus manos por cumplir la promesa que había hecho a su padre
moribundo. Le constaba que Sienna también.
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