Sentía que se ahogaba ahí dentro y
si no alcanzaba el exterior iba a desmayarse.
Caminó a trompicones por la galería que conducía al jardín y cuando pudo
recostarse en la arcada y aspirar el frío aire de la tardecita se sintió
mejor. La crisis que la angustia le
provocó lentamente comenzó a desvanecerse.
Bordeó los primorosos canteros floridos siguiendo el camino empedrado. Al
llegar a la fuente central, niña mimada del patio de la gran hacienda, se sentó
y metió sus dedos en el agua fresca.
Trazó círculos como cuando niña y mojó su frente y sienes, en un intento
por calmar su dolor.
Miró hacia la casa y la vio exactamente igual
que hacía décadas: de estilo colonial y estirada sobre el espacio en forma de
u, su color carmín resplandecía contra
el azul del cielo y el verde de la frondosa vegetación que la circundaba. Santa Isabel, una de las más antiguas y
majestuosas propiedades de Jalisco, a pocos kilómetros de Guadalajara y de
Tequila.
Volver a ella en sí mismo había sido removedor, pero
la razón porque lo hacía potenciaba todos sus sentimientos. Estaba como en trance desde que el abogado de
la familia le comunicó la mala nueva.
–Su abuelo ha muerto-soltó con
absoluta impersonalidad por el teléfono–. Los
funerales se realizarán en Santa Isabel, la hacienda, tal como él lo
dispuso. Inmediatamente después procederemos
a la lectura del testamento.
Su mente quedó prendida de la primera
frase, no pudo procesar lo siguiente en el momento. “Abuelo Ramón había fallecido, no podía ser”. Si parecía que podía vencer todo lo que se le
presentara, no existía escollo que pudiera detenerlo. ¿Un resfriado mal curado
lo había derrotado?
La incredulidad dio paso lentamente al
dolor. Por su muerte, por su ausencia y
especialmente por no haber sido capaz de salvar la distancia que los había
separado esos siete años. La que ella
misma había interpuesto a sus dieciocho al confrontarlo por la muerte de sus
padres y por sus negocios ilícitos.
Emociones
contradictorias pugnaban en su corazón por ver la luz: dolor, tristeza,
angustia, rabia. Hacía horas que las
contenía y batallaba con ellas, pero la reciente discusión con su tío Esteban habían
provocado el estallido. Este había sido
fulgurante: la primera emoción que dejó
salir fue la furia. Era lo más rápido y
su tío se lo hizo bien fácil. Su abuelo
no hacía dos horas que estaba enterrado y el maldito reclamaba como buitre el
pedazo de pastel que creía merecer. No
creyó llegar a contestarle de la manera que lo hizo, pero la indignación la
ganó y luego su tristeza encontró un carril por donde circular.
– ¿No puedes esperar siquiera que
el cuerpo se enfríe? ¿Debes abalanzarte sobre su legado en forma
fulgurante?
–Debes tranquilizarte y entender que la
vida sigue y que mi padre lo hubiera querido así–contestó sin inmutarse.
– ¿Es que nadie aquí tiene respeto por
la muerte?– gritó mientras se daba vueltas y buscaba donde ir. Había sido un
exabrupto fruto de la presión. Varios de
sus familiares no lo merecían y tal vez era ella la menos indicada para señalar
a los demás. Hacía mucho que había
desterrado a su abuelo de su vida, con un dolor intenso, pero lo había
hecho.
Se recuperaba ahora sentada en el sitio
que de niña había preferido porque era donde charlaba con su abuelo. Los recuerdos se hicieron paso y la escena
del pasado se volvió nítida. Siete años atrás fue la última vez que lo vio
en persona y fue en medio de una discusión terrible. Había descubierto la verdad que él le había
ocultado por años, desde la muerte de sus padres. Años preguntando insistentemente por ellos y
tratando de rescatar de su memoria los sucesos de los que también había sido
protagonista, habían chocado contra el muro
de silencio que su abuelo cerraba cada vez que inquiría. Ella era muy pequeña, cinco años tenía cuando
el accidente.
“Supuesto accidente”, se corrigió. Su mente solo traía gritos, luces y destellos
y había aceptado la versión oficial de la familia hasta que escuchó aquella
conversación por casualidad. Le apetecía
leer y al pretender entrar a la biblioteca se detuvo al escuchar los
murmullos. La conversación entre su
abuelo y Esteban era airada, mas ambos procuraban mantenerla en un tono
bajo. Iba a retirarse, no era poco
frecuente que ambos discutieran, pero una frase la frenó y la incitó a
permanecer.
– ¡Ya es suficiente, debemos ser
cautos! No necesitamos otro golpe del cártel,
¿no te bastó que asesinaran a Concepción y Mariano cuando se sintieron
defraudados?
La frase la golpeó como un cerrado
puñetazo y por un instante se negó a creer lo que escuchaba. Gimió y su lamento fue escuchado por ambos
hombres, que acudieron a su lado. Su
abuelo trató en vano de sostenerla y
ella se sentó en el piso tratando de respirar. Cuando la crisis pasó una fría cólera la invadió. Le habían mentido, por trece años habían
pintado la escena trágica pero azarosa del accidente vehicular. La verdad emergía por casualidad y si bien
trataron de maquillarla nuevamente, se los impidió. Persiguió a su abuelo y le obligó a contarle
la verdad.
Así supo que sus padres habían sido
asesinados por sicarios, que los habían emboscado en la autopista que periódicamente recorrían desde Guadalajara a
Ciudad de México. En moto y encapuchados,
no habían dado tiempo a protegerse y habían acribillado a balazos a los
ocupantes. Solo por obra de Dios y el
destino, le contó su abuelo, ella había sobrevivido.
–Traté de criarte y protegerte de todo
y todos desde entonces, mi pequeña– le dijo entonces– Temí por tu vida y no
quise que ese episodio tan traumático te marcara. ¡Por eso no te dije la verdad!
Sus palabras venían desde lejos, pero
qué bien las recordaba. Ella aceptó en
primera instancia la explicación, mas al reflexionar sobre el diálogo recordó
los términos “cártel” y “defraudados” y la conclusión no se hizo esperar. Sus padres fueron asesinados porque un cártel
de la droga se había sentido traicionado por su familia. Los vínculos con la mafia se hicieron
evidentes. Al confrontar a su abuelo
nunca lo confirmó y tampoco Esteban, pero estaba claro.
No entendió entonces ni ahora la
necesidad de su familia de involucrarse con lo peor del mundo. Eran propietarios de la gran hacienda y se
dedicaban a la producción de tequila desde hacía generaciones. Esto los
posicionaba como una familia de abolengo y dinero. Las inversiones en minas de oro y plata
también habían sido realizadas en época de su bisabuelo y engordaban las
cuentas bancarias de manera sostenida.
Solo la ambición desenfrenada y el gusto por la acumulación en si misma
podrían justificar ensuciarse las manos de tal modo y exponer a la familia como
lo habían hecho. Gritó esto a su abuelo,
recriminó y culpó. Pero solo obtuvo
silencio y negación. Esto la desengañó
aún más.
Se fue y no volvió más. Se instaló en la capital y vivió de lo que
era puramente herencia de su padre: un apartamento pequeño aunque coqueto en el
barrio residencial de Polanco y una exclusiva tienda de accesorios de lujo en plena Avenida Presidente Masaryk, que vendía muy bien. En ese mismo barrio, lugar de residencia de gente
acomodada, su familia materna tenía varios apartamentos. Sin embargo evitó todo contacto. No le fue difícil, dado que su tío y primos
la consideraban una traidora. También
era una buena forma de sacarse una espina que podía afectarlos en su herencia.
No lo habían logrado del todo, sin
embargo. Acá estaba, en una situación
que no esperaba. Estaba segura que su
abuelo la había olvidado y quitado de su testamento y lo prefería así. No le importaba lo legal, en ella primaban unos
valores que debían ser parte de los Hernández, su familia paterna, porque los
que había visto de los Del Valle no la identificaban.
Sus pensamientos se vieron
interrumpidos cuando sintió un leve toque en el hombro.
– ¿Niña? ¿Estás bien, querida?
Quien así la inquiría era María, tal
vez la mas antigua empleada de la hacienda, por lo menos que ella
recordara. Ver su rostro fue volver al
pasado y a su niñez. ¡La de veces que la
había consolado, cada vez que se caía o algo no le salía bien! En tantas oportunidades había acompañado su
llanto, solo con su presencia.
– ¡María, mi vieja querida! ¡Cuánto te
he extrañado!- dijo abrazándola. Se
sintió segura en ese refugio.
Ella le arregló el cabello y se
sentaron, siempre abrazadas.
–Pero a ver, mi Asunción bella. ¿Cuánto hace que no la veía? ¿Se había olvidado de nosotros?-reprochó con
cariño.
–Tú sabes que nunca lo haría, mi
vieja. Han sido años duros y mi enojo me
impidió venir. Lo hago en las peores
circunstancias.
La mujer la miró y asintió en
silencio. Una lágrima se filtró por su
mejilla y meneó la cabeza.
–Así es la vida nomás. Menudo lío se viene ahora, niña. ¿Estás
preparada para una batalla feroz? Porque
se viene una tormenta fea. Las disposiciones
de don Ramón van a levantar caos, lo sé bien.
–No me interesa nada que pueda haber
dejado escrito o establecido. He venido
solo para despedirme. ¡Y me repugna ver
planear a los buitres!
–Asunción… Su abuelo puede haberse
equivocado mucho, soy testigo que no fue el mejor de los hombres. Pero el último período de su vida fue de penitencia
y trató de redimirse. El dolor que le
causó la muerte de su Concepción, tu mamá, lo marcó.
–Algo tarde, ¿no crees?
–No es tarde nunca para el
arrepentimiento. Él trató de remendar un
tanto los daños, aquellos que podía, claro.
Y su testamento es parte de eso, fui su testigo. No le niegues su última voluntad, niña.
La miró con asombro. Sabía que María tenía la confianza absoluta
de su abuelo Ramón, mas no imaginó que tanto como para conocer sus más íntimos
pensamientos. Trató de averiguar un poco
más pues la última expresión fue bien enigmática.
– ¿Qué significa todo esto, María? ¿Qué es lo que tengo que…?
–Lo sabrás enseguida–repuso ella
mientras le acariciaba el cabello–Tu belleza es cada vez más plena,
querida. Este cabello tuyo sigue siendo
tan sedoso como cuando te lo peinaba.
¿Recuerdas tus quejas?
Claro que recordaba. El peine de María siempre luchaba contra los
rizos rebeldes de su larga y castaña cabellera. Asintió con una sonrisa.
–Bien, querida. Enjuaga esos ojitos azules tuyos y apresta
tus oídos y corazón para lo que se viene.
Y tus bellas garras también, pues puede ser muy duro. No luches contra
el destino.
Dicho esto se levantó y dándole un beso
se retiró con presteza.
Dos
A los pocos minutos se posicionó a su
lado el abogado de la familia, pequeño hombrecito de traje a rayas y semblante
de circunstancias que le pidió gentilmente ingresar para poder dar lectura a la
última voluntad de su abuelo. Con
renuencia lo hizo y se encaminaron hacia la gran biblioteca de la hacienda,
situada justo en el corazón de la casa.
Era un despacho enorme rodeado de miles
de ejemplares de todo tipo, autor y género.
Su abuelo y sus padres habían sido lectores voraces y ahora todo eso
quedaba como una pesada carga para una familia que sin ser ella, era
absolutamente prescindente de los libros.
“Ojalá estos quedaran en mi poder“, pensó. Podría donarlos a los centros comunitarios y
bibliotecas de varios barrios en los que trabajaba en el DF. Lo único que le podía interesar, por cierto.
–Siéntate, Asunción–dijo
Esteban–Entendemos tu congoja, todos nos sentimos así. Pero es nuestro deber continuar y aceptar la
responsabilidad que nuestro querido Ramón nos deja.
Sin contestar tomó asiento en uno de
los sillones individuales que estaba un poco más separado del resto, justo al
lado de un ventanal que le permitía ver la arboleda que rodeaba la casa. Los demás se apiñaron en dos sillones de tres
cuerpos junto a la gran mesa donde el notario tenía sus papeles ya
ordenados.
Uno por uno observó a sus parientes. Las
dos hermanas de su abuelo, Estela y Mercedes, se
ubicaron juntas. Solteronas
ambas, de profunda religiosidad y poco dadas a las expresiones de afecto, le
recordaban físicamente a Ramón. Los
mismos ojos negros de largas pestañas, aunque ahora algo deslucidas por el
tiempo, protagonistas de una mirada fría, de indiferencia ante los sucesos que
no tuvieran que ver con ellas. Tenían
setenta ocho y ochenta, varios más que su abuelo, y como él su postura era
compuesta, envarada. No las conocía
demasiado, más allá de las contadas oportunidades en que habían visitado la
hacienda que había sido suya en la infancia.
Al ser Ramón el heredero varón había tomado Santa Isabel por asalto y
ellas se habían sentido más cómodas en la ciudad. Asunción sabía que vivían en su mismo barrio,
pero jamás las había visto.
Sus primos Sara y Pedro, los hijos de
Esteban. “Afortunadamente el varón no
heredó su nariz y su mirada helada” pensó “Pero Sara es tan similar. Que belleza tan inquietante y que vacío tan
enorme en su alma”. Lo sabía bien. La había sufrido cuando niña, sus hirientes
frases y su mordaz expresión, siempre pronta a denostar a quien no estuviera a
su altura. “Nadie lo está, según ella”,
reflexionó con sarcasmo.
El abogado aclaró su garganta con
nerviosismo y solicitó la atención de todos.
Parado frente al gran escritorio, parecía deseoso de desaparecer. Lo entendía, su familia y sobre todo Esteban
podían ser temibles. Se respiraba su
desprecio elitista por quienes no
compartieran su posición social.
–Bien, ahora que estamos todos los
interesados, procederemos a leer el testamento de don Ramón Del Valle. Tal cual él lo solicitó, lo hago apenas ha
sido cristianamente sepultado.
–Adelante, abogado. No posterguemos lo inevitable con cháchara
inútil–expresó fríamente su tío.
“Despreciable, ruin” pensó Asunción.
–Por supuesto. Bien, comienzo. Les ruego no interrumpan hasta el final, ya
que hay varias disposiciones, unas conectadas y complementadas por otras. Les aclaro que don Ramón expresó ante mí sus
deseos de cambiar su testamento anterior hace cuatro meses. Dio sus nuevas directivas, las redactamos
conjuntamente y yo le di forma y protocolo.
Luego se firmó con los testigos correspondientes y fue inscripto legalmente,
tal como establece la ley.
Las caras de todos fueron de sorpresa e
incredulidad. Los miró divertida. ¡Así que el testamento había cambiado y a
todos los dejaba mudos! Esto iba a ser
notable. Bien le había comentado María
que las cosas iban a ponerse feas.
Mientras así pensaba vio pasar un hombre junto a la ventana. No lo conocía y le llamó la atención su
altura. Él apenas la miró, con indiferencia, pero sus ojos grises eran
intensos. Sacudió la cabeza y volvió su
atención a la reunión. El notario
comenzó la lectura, una monótona sucesión de fechas, lugares y terminología
legal que poco le interesaba. Su mente
siguió a medias las expresiones hasta que la parte más seria comenzó.
–… los activos de la empresa minera
serán divididos en tres partes iguales entre mis hermanas Estela y Mercedes Del
Valle, mi hijo Esteban y sus dos hijos.
Vio la satisfacción en los sonrientes
rostros y la mirada sardónica de su prima sobre ella. Innecesaria, no le interesaba y esperaba eso.
–…los inmuebles ubicados en el Distrito
Federal pasarán a manos de quienes los habitan en estos momentos, es decir...-
la tranquilidad ganaba a la familia a medida que lo previsto se concretaba. La tensión en el rostro de Esteban comenzó a
desaparecer.
–…finalmente la posesión de la hacienda
Santa Isabel, sus tierras anexas y las destinadas a la plantación de ágave, así
como la fábrica de destilado y toda la red de distribución del tequila
producido quedará a cargo de mi nieta Asunción Hernández Del Valle en forma
exclusiva. Esto deberá…
– ¡No puede ser!- estalló Esteban dando
un salto en su asiento–Es la empresa madre de todas y el núcleo de la
herencia. Mi padre me la legaría a mí–.
Prácticamente gritaba.
El notario se acomodó con cautela y respondió
con firmeza.
–Así era en el anterior testamento,
pero como decía esto cambió.
– ¡No puede haber estado en sus
cabales!-exclamó Sara, con un profundo desprecio en su voz.
–No había persona más centrada que
nuestro hermano–exclamó Mercedes fríamente, clavando sus ojos en Sara y el
resto– Ramón fue toda su vida un hombre sensato y cauto. E inteligente. Y si estas son sus palabras finales, se han
de respetar. Guste o no–. Su hermana asintió.
–Ten en cuenta que estuvo
enfermo–señaló Esteban– pudo haber afectado su…
–El suscrito Ramón Del Valle estaba en
sus cabales y así lo certifiqué. Además tenemos un documento sellado y también
inscripto en el cual se establece por parte del mejor psiquiatra del país la
sanidad mental del testador. Su abuelo
lo quiso así.
Asunción estaba azorada. No podía creer lo que había escuchado. Miró a su alrededor… Su abuelo le había
heredado Santa Isabel… Sintió de pronto
las miradas de todos sobre sí. Vio rabia
contenida en Esteban, furia y envidia en Sara, severidad en sus tías
abuelas. Esperaban que dijera algo…
¿Qué?
–Le preguntaba si usted acepta su
herencia, señorita Asunción–se dirigió a ella el notario– Es imperioso saber su
acuerdo o no con estas disposiciones. Su
abuelo no estaba seguro de su reacción y señaló circunstancias complementarias.
– ¿Cuáles? –inquirió altivamente Sara.
–Solo se especificarán si su prima
reniega de la herencia.
Se sintió presionada injustamente. ¡Ni siquiera ahora su abuelo dejaba de
meterse en su vida! Y su familia, por
Dios. Ella no esperaba nada y no lo
quería… “¿No lo quiero?” pensó. “Esto fue mi vida y la de mis padres. Y si mi abuelo decidió esto es por algo. María me lo anticipó. Y vaya golpe sería para estos ambiciosos…” De pronto se sintió decidida. Claro que lo quería, ya le daría ella un uso
adecuado y legal. Esto sería un puente
para su trabajo y sus obras sociales.
–No reniego, claro que no. Acepto lo que mi abuelo me hereda.
Sus palabras calaron hondo en todos y
especialmente en Esteban, que la miró con fijeza aunque callado.
–Bien, señorita Asunción. Hay una serie de condiciones.
– ¿Ahora que mas?
–Su abuelo consideró que los primeros
cinco años usted debía ser acompañada y asesorada adecuadamente en lo
financiero y personal. Por ello nombró
dos albaceas testamentarios: yo mismo y al señor Santiago López García,
individuo de su extrema confianza.
– ¿Quién?-exclamó Asunción– ¿Quién es
ese?
–Increíble– señaló Esteban– ¿Su
guardaespaldas personal? Si solo hace
dos años que estaba a su servicio.
–Así lo dispuso su abuelo en total
libertad de acción y pensamiento.
Asunción estaba estupefacta. No tenía idea quien era ese, pero había otros
asuntos más urgentes. Y quería salir a
caminar por la hacienda para pensar con calma.
Así que se incorporó y preguntó si su presencia era necesaria. El abogado señaló que no y que los trámites
legales se ejecutarían a partir del día siguiente. Dicho esto se retiró y lo mismo hizo ella. Escapaba de la obvia presión que su familia
le haría, al menos por un lapso.
Caminó rápido y se internó en el sendero trasero que llevaba al tupido bosque. Estaba bastante conservado, seña que alguien
más lo usaba en estos días. En el pasado
era su escondite predilecto, aquel al que acudía cuando sus sentimientos la
oprimían, cuando se sentía acosada o
maltratada, o sola. ¡Tantas veces
se sintió así! No bastaban las palabras
de Ramón o los brazos de María para mitigar su dolor. Allí se encontraba en paz y calma y podía
pensar y despejarse.
Cuando llegó al claro del bosque que
era “su lugar” y lo vio ocupado, sintió una invasión. En el banco de piedra que su abuelo había
hecho instalar para ella estaba sentado el hombre que había visto cruzar frente
al ventanal. Tenía los ojos cerrados y
estaba en una extraña posición, digna de un contorsionista. Sus brazos y piernas en tensión, claramente
visibles a través de la fina tela de su vestimenta deportiva, pero su rostro
esbozaba calma. Su tez se veía curtida
por el sol, la nariz era fina y algo ancha, su mandíbula fuerte y su boca era
de labios gruesos. Estaba a punto de
retirarse en silencio luego de esta rápida inspección, cuando su voz la detuvo.
–No se vaya, yo estoy terminando mis
ejercicios– le indicó mientras recuperaba su posición vertical. Esto le permitió ver nuevamente cuan alto
era, tal vez alcanzaba más del metro noventa.
–No quise molestarlo, no pensé que
hubiera nadie aquí… No quiero ser
descortés pero, ¿puedo saber quién es usted?
Él movió su rubia cabellera y hundió en
ella sus ojos claros. Nunca había visto
un gris tan nítido. Bueno, no era
cierto. Su amiguita Guadalupe, aquella
nena que murió en el mismo atentando que sus padres, los tenía parecidos. Su ánimo decayó cuando recordó este
hecho. Siempre le sucedía. Su invitación a la hacienda para no estar
sola y poder jugar había segado la vida de su pequeña compañera. Sin tener nada que ver, solo por estar en el
lugar y el momento equivocado. La voz
del hombre la trajo de nuevo a la realidad.
– ¿Se siente bien?... –sus ojos la escrutaban.
Ante su asentimiento se adelantó y tendió la mano– Santiago López a su
servicio. Le presento mis condolencias,
señorita. Yo estuve al servicio de su
abuelo y lo asistí en sus últimos momentos.
Créame que sus palabras finales fueron sobre usted. La quería mucho.
Las palabras de este desconocido
hablándole de su abuelo le llegaron a lo más hondo y tuvo que sentarse. Ahí estaba otra vez esa inevitable e
irreparable sensación de pérdida.
Tres
Santiago observó a Asunción mientras
esta se sentaba y trataba de contener algunas lágrimas que caían. Era la única de la familia a la que había
visto llorar por su abuelo. Todos los
demás habían llegado compuestos, contenidos, indiferentes, interesados. Ella no.
La había observado en el jardín un rato antes. Se notaba su desazón. Él estaba por los alrededores haciendo lo de
siempre y lo que la rutina marcaba, aún cuando su protegido ya no estaba. Por eso pudo apreciar las escenas desde otro
ángulo.
Que la familia era peculiar lo conocía
por Ramón y lo comprobaba ahora. Buenos
pájaros eran Esteban y sus hijos. Una
belleza infartarte la de Sara y lo sabía ella bien. Sus ropas caras y sus perfumes embriagantes
ya se habían acercado a él no bien lo descubrió. Destilaba sexualidad y no tenía pudor de
ningún tipo. Una mujer acostumbrada a
hacer su voluntad y caprichos. Iba a
tener que andar con cuidado con ella.
Ese tipo de féminas odiaba que les dieran calabazas y podía conspirar
contra su objetivo.
Pedro parecía bastante más amable e inocuo
pero nunca se sabía. Difícil descifrar
que pensaba. Esteban era otro
cantar. Un hombre acostumbrado a mandar
y que no tenía prurito ninguno. Su
ambición era desmedida y aspiraba a ser la cabeza de la familia. Del imperio visible y del invisible, ese que
no podía blanquearse.
Asunción era bella, pero de una manera
distinta a Sara. Menos espectacular, más
natural, menos consciente de serlo o al menos sin hacer alarde de ello. La había apreciado bien en la ceremonia fúnebre, en el jardín y ahora
mismo. Estatura promedio, cabellera
larga y del color de las castañas, ojos azules, y unas piernas y caderas dignas
de un concurso de belleza. Su rostro era
expresivo, podía leer en él las emociones que la embargaban. Y estas eran amargas en este momento. Sintió que estaba siendo invasivo y emprendió
la retirada.
–Espere–le dijo ella rompiendo su
pensamiento–Usted dice que estuvo con mi abuelo al morir. ¿Cómo fue?
–Pacífico, en calma. Orando y pidiendo perdón por sus pecados.
–Qué fueron muchos–reflexionó
amargamente para ella.
–Tal vez no tantos como usted cree y lo
importante es arrepentirse y tratar de enmendarlos–le señaló con cierta
aspereza.
Ella lo miró con extrañeza.
–Parece haberlo conocido bien. Tanto
para que lo nombrara uno de mis albaceas testamentarios.
La sorpresa que sintió fue grande. Estaba haciendo planes para que su estadía pudiera
prolongarse de manera natural ahora que no tenía a quien proteger y este dato
era fundamental. Le allanaba la tarea
que venía desempeñando.
– ¿Albacea yo? ¿De qué o quién? No entiendo mucho de términos legales.
–Supongo que se lo explicarán
luego. Y a mí…
–Bien, señorita, con su permiso la dejo
en paz.
Se retiró sin esperar su
respuesta. Las novedades lo habían
impactado y le daban mayor margen de acción si entendía bien la condición de
albacea. Debía averiguar mejor con el
abogado y luego comunicarse con su contacto.
Las órdenes que le habían trasmitido desde México DF pero que venían de
la sede en Virginia eran retirarse, ya que el principal objetivo estaba
muerto. Pero él se negaba, estaba tan
cerca de destapar la olla que se cocía en esta zona de México y que involucraba
a los Del Valle. Que Ramón lo hubiera
mencionado en su testamento le daba oportunidad de continuar con una identidad
más que creíble.
Se sintió entusiasmado. Sus misiones anteriores como agente
encubierto de la DEA habían sido exitosas y
riesgosas. Le gustaba estar siempre
al límite y sobre todo desactivar los centros inmundos de producción y tráfico
de drogas. Estas eran el origen de todos
los problemas que tenía su país: cártel, sicariato, muertes y secuestros. Los jefes de la droga paseaban su deshonor
como si fueran grandes señores y la mayoría de la población sufría las
consecuencias de la violencia que generaban.
Le repugnaban en especial los hombres
como Ramón y Esteban Del Valle que siendo ricos por herencia y por acciones
lícitas se involucraban en la corrupción y alimentaban la máquina ilegal por
pura ambición. Aunque su visión de Ramón
Del Valle fue cambiando a medida que lo conoció y se acercó más a él y su
pensamiento. Llegó a la conclusión que
había sido arrastrado y se dejó llevar por el empuje de su hijo, y sufrió por
ello la muerte de su hija y el desprecio de su nieta Asunción. Esto lo había golpeado y fomentado su
arrepentimiento. Fue testigo de su lucha
por desvincularse del cartel de los Hidalgo, sin éxito. Se convirtió en cierta forma en su
confidente, sin saber que era un agente.
Su muerte un tanto repentina lo sorprendió y pensó que daba el golpe de gracia
a su misión. Sabía que Esteban iba a
prescindir de él pues tenía sus propios guardias y no confiaba en nadie.
Por ello la novedad era tan
importante. Podría seguir abocado a
descalabrar la organización desde adentro.
Entre todas las que sabía existían y había contribuido a descubrir y
destruir, esta era la que más le importaba y tocaba.
Al alcanzar la casa principal fue
requerido por el abogado que le informó con pelos y señales su condición y su
misión, que sería además remunerada. Los
detalles serían establecidos y legalizados el día siguiente, por lo cual fue
citado a Guadalajara. Asintió y dijo
poco. Al dejar el despacho se topó con
Esteban que lo miró torvamente.
–Te las has arreglado para seguir, no
imagino que historia le habrás contado a mi padre para que te diera una tarea
tal.
Lo miró con total tranquilidad y
encogió los hombros.
–Me acabo de enterar. Protegí bien a Ramón y tal vez pensó que
haría igual con su nieta.
–No lo protegiste tan bien, está
muerto.
–No puedo con las causas
naturales. Soy guardaespaldas, no
mago.
Si bien la conversación pareció algo
infantil, algo en él se sintió preocupado.
Ramón había muerto inesperadamente, a causa aparentemente de un
resfrío. Fue extraño, en cierta forma. ¿Esteban sugería otra cosa? ¿O estaba siendo
demasiado desconfiado? Sacudió esto de
su mente y trató de focalizarse en el presente.
Su tarea implicaba proteger a Asunción Hernández Del Valle, que acababa
de convertirse en la única heredera de la hacienda y todo el imperio tequilero
de la familia.
Probablemente ella no sabía que esa
herencia traía asociada una larga conexión con los jefes del narcotráfico de la
zona, especialmente con el cartel de los Hidalgo, José y Jorge. En el corazón de la coqueta hacienda solían
aterrizar vuelos nocturnos provenientes del sur de América cargados de
mercadería, que era recibida y vuelta a embarcar hacia los Estados Unidos. Y también sabía que se colaboraba con la
producción de anfetaminas. Había
escuchado conversaciones y observado alguna de estas actividades, pero nada tan
importante que permitiera desarticular la banda y encarcelar a los peces
gordos.
Él sabía que Ramón quería terminar
estos lazos sobre el final de su vida y que dejar todo en manos de Esteban era prolongar
y ampliar la conexión narco. La decisión
de heredarle a Asunción implicaba romper vínculos… ¿Pero fue consciente de la
peligrosa situación a la que expuso a su nieta? Factiblemente no. O tal vez si, y por ello su
nombramiento. ¿Tanto llegó a confiar en
él? Así parecía.
Llegó a la gran cocina y se aprestó a
prepararse la cena. La mayoría del
personal ya había comido hacía buen rato y si bien él solía acompañarlos, la
ansiedad hoy se lo había impedido.
Estaba en la tarea de ver que había quedado cuando María lo encontró.
–Aquí estás, te extrañamos. Tengo algo de comida preparada… Toma, aquí
está. Sabía que tarde o temprano ibas a
sentirte con hambre. No has dejado de
circular por el lugar.
Sonrió y aceptó el alimento. Se sentaron a la mesa y mientras engullía
sentía la mirada de la mujer sobre si.
– ¿Qué quieres, María? No disimulas nada, viejita.
–No seas impertinente conmigo,
jovencito– Esto a pesar que él tenía treinta–Menuda tarea te ha dejado
Ramón. No la esperabas, ¿verdad?
–No, pero confieso que me tranquiliza
saber que aún tengo empleo. Cuidar a esa
niña no debe ser tan complejo.
–Escúchame bien, jovencito– puso su
cara muy cerca y con absoluta seriedad le ordenó–Vas a cuidar la vida de mi
niña como si fuera lo más sagrado que tienes.
Ramón le ha dejado un hierro candente y ella lo va a asumir sin saberlo
con certeza.
–María…
–Tú debes jurar que protegerás a mi
Asunción como si de tu hermana se tratara.
No creas que se poco de ti, yo sé todo lo tuyo y no me importa, por el
contrario. Pero tu vida responde por la
de ella, ¿me entiendes?
Santiago se sintió abrumado y
preocupado. No veía esto como amenaza,
se percataba bien que lo que propiciaba este apasionado discurso era el amor
incondicional que María sentía por Asunción y por Ramón. Pero la alusión acerca de que sabía de él lo
puso en alerta.
– ¿Lo que sabes, quien más lo conoce?
–Solo yo y Ramón, que en paz
descanse. No te nombró por un capricho,
eras su mejor opción. Ahora come.
Necesitas toda la energía para afrontar lo que viene.
Esta revelación fue absolutamente
inesperada. Creyó haber engañado al
viejo y este lo sabía todo. Si no falló en
su tarea fue porque él no lo quiso así.
Esto reafirmó la idea que tenía sobre el arrepentimiento al final de su
vida. Continuó comiendo mientras estas
ideas danzaban en su cabeza. La
siguiente mañana implicaría otras novedades y descansar era fundamental. Su misión cambiaba de instrumento. Resultaba raro pensar en las personas de esta
forma, mas para él aquellos que podían conducirlo al éxito en un objetivo eran eso, herramientas. Así como Ramón del Valle había sido su
vínculo con el cartel de los Hidalgo, ahora lo sería Asunción.
Esperaba poder lidiar con ella con la
misma entereza y frialdad con que lo hacía siempre. Le preocupaba en particular que ella era más
una víctima que una activa participante en la red delictiva que su familia
integraba. Tendría que ver cuál iba a
ser su actitud y qué decisiones tomaría de ahí en más en relación a eso. Iba a estar en el centro mismo del
conflicto. Esteban no querría perder
poder, los Hidalgo presionarían para seguir usando Santa Isabel y sus redes “a
piacere”. Sumarse sería lo más fácil
para ella y lo menos peligroso. En su
fuero interno esperaba que no lo
hiciera, que la imagen que comenzaba a formarse de ella fuera real.
De negarse a continuar con los
negociados de los narco, arremeterían en su contra desde todos los ángulos
posibles. Él debería actuar para
protegerla sin arriesgar su misión. Eso
era sin duda lo que Ramón esperaba, y este conocía a su nieta muy bien. Complicado
panorama se le avecinaba. Pero no quería
estar en otro lado que este.