Capítulo 1.
1.
Limpió por
vigésima vez una inexistente pelusa en su abrigo, procurando concentrarse en
hacer algo que le evitara mirar el doloroso cuadro ante sus ojos. Mas era imposible
hacerlo cuando la gente no cesaba de aproximarse para saludarla y dejarle su
pésame luego del cortejo fúnebre que había trasladado el cuerpo de su madre
hasta su última morada. Unos incipientes copos de nieve comenzaban a caer
anunciando las primeras crudas nevadas.
Se estremeció y
sacudió la cabeza en gesto de agradecimiento al último de los dolientes que se
retiraba. A su lado solo quedó Sam, quien la tomó por los hombros con
delicadeza y la condujo hacia el vehículo. Apenas reaccionaba, azorada por la
rapidez de los acontecimientos.
Solo una semana
atrás su madre aún controlaba su existencia y acciones diarias con mano de
hierro y hela aquí ahora. Fría y lejana, cubierta por varias capas de tierra. ¿Cómo
podía ser? ¿Qué haría ahora? La brújula de su vida había estado imantada por el
norte que su progenitora imponía. Miró a su novio y se recostó a él, buscando
su apoyo y amparo. Sintió el alivio de su presencia; no estaba sola, claro que
no.
–Vamos, nena.
Debes ser fuerte y no pensar en nada ahora, solo en descansar. Yo me ocuparé de
todo.
Sus palabras
trajeron sosiego y se dejó conducir, como solía ser su actitud. Al llegar a la
casa, que lucía devastadoramente grande sin la presencia de su ama natural,
miró con desconcierto los restos del buffet que aún permanecían en las mesas
luego de la velada mortuoria.
El golpe en la
puerta la hizo retroceder mas fue Sam quien allanó el camino a la vecina del
frente, quien compungida se acercó y la abrazó. El aroma de su perfume fuerte e
intenso la agobió y la mareó aún más. Volvió a recordar en forma automática las
palabras de su madre: “Esa mujer se viste como prostituta y se pinta como una
puerta”. Sus pechos trascendían el amplio escote, demasiado abierto para la
temperatura reinante.
Agradeció el
saludo en forma mecánica y con tenue voz, asintiendo después al torbellino de
conversación en que la recién llegada la incorporó.
–No te preocupes,
mi querida. Debes descansar. Yo me encargo de este desastre, tú no estás para
tareas. Limpiaré y guardaré todo. No, no…No aceptaré un no por respuesta,
ustedes han sido tan buenos vecinos.
No recordaba
ningún gesto de su familia que tuviera una remota relación con lo que decía,
sus padres habían sido hoscos y altaneros con el resto y en especial con
aquellos a quien no consideraban a la altura económica o moral propia.
–Eso mismo le
digo, que procure relajarse y descansar, ha sido mucho–sentenció Sam, apoyando
a la locuaz dama.
–Ve a tu cama, haz
caso a tu pareja, cielo–ronroneó más que dijo aquella, mientras comenzaba a
balancear su cuerpo ajustado en un vestido colorido y sin abrigo.
“Qué exceso de
calor tiene” fue lo único que pudo pensar, pero no tenía fuerzas y sus ojos se
cerraban. El calmante que su novio le había suministrado comenzaba a ejercer
efecto y su dolorido cuerpo lo agradecía.
Subió las escaleras y se tendió en la cama, acurrucada sobre sí misma y
tapada hasta la cabeza. El peso de lo que se avecinaba la agobiaba de antemano.
Había sido siempre
la niña de papi y mami, protegida y cuidada al extremo, como si fuera un frágil
capullo. Aunque esto no quiso decir que obtuviera siempre lo que quería. Sus
padres creían en los límites y el esfuerzo, aun cuando le negaron una
independencia real a la hora de tomar decisiones.
Durante años vivió
en una cómoda y amplia jaula dorada en su hogar de Burlington, Vermont, Nueva
Inglaterra. Y todo parecía indicar que moriría allí y así. Todos sus intentos
de volar, conocer otros sitios y experiencias fueron limitados o cortados por
la firme decisión paterna. El mundo era peligroso, loco. ¿A qué arriesgarse?
Dormitó incómoda,
sacudida por los recuerdos y pronto estuvo nuevamente despierta. Adoraba a sus
padres aun cuando fuera bien consciente de lo mucho a lo que había renunciado
por ellos. Sabía que lo habían hecho porque lo creían por su bien y para
evitarle dolores, esos que son inevitables porque el destino esquiva todas las
barreras y escudos que queramos interponerle.
No podía dormir
más, parecía que la habitación se le venía encima. Bajó las escaleras y miró a
su alrededor. Los pequeños cuadros y artesanías que su madre tanto gustaba
atesorar la observaban desde paredes demasiado abigarradas. Nunca había
aprobado el gusto de aquella por la decoración caótica y transar en algo más
sobrio fue imposible. Su madre era la reina del hogar y lo hacía sentir.
“Podrás alhajar
las habitaciones como quieras ahora” pensó con amargura. No habría
resistencias; estaba sola. Suspiró tragando saliva, deseando que el dolor por
la pérdida aflojara y le permitiera respirar.
La sala lucía
ordenada y limpia. Estaba a punto de llamar en alta voz a su novio cuando
escuchó ruidos ahogados en la cocina. Se dispuso a ayudar con la limpieza, era
su deber como nueva ama de casa y no quería agobiar a la gentil mujer que se
había ofrecido a ayudar. Algo la detuvo, sin embargo, antes de trasponer el
umbral, un gemido contenido que la alertó y la hizo mirar con cautela. Decir
que vio la sorpresa de su vida no sería descabellado, tanto que debió tapar su
boca con ambas manos para contener el chillido de angustia.
Frente a sus ojos
y recostados a la mesada de mármol italiano, niña mimada de su madre, su Sam y
la vecina gruñían como posesos. La imagen era demoledora por lo explícita y
grosera: él con sus pantalones bajos empujaba su miembro dentro del trasero de
la descarada, que con su vestido por la cintura y sus pechos al aire parecía
lustrar la mesada con las enviones del amante. Si su madre hubiera visto
aquello no habría encontrado detergente que pudiera limpiar la ofensa.
–Así, así, dame
duro, la quiero toda.
–¿Te gusta fuerte,
perrita? ¡Lo pedías a gritos, hace meses que te tengo ganas! –jadeaba su novio
mientras acariciaba las nalgas de la mujer con lascivia total, una expresión
que nunca había visto ni tenido con ella.
También era cierto
que ella jamás se había comportado como esa atorranta en celo que parecía su
vecina. ¡Cuánta razón tenía su madre! No podía moverse ni dejar de mirar;
además de lo doloroso de la traición la frenaba lo obsceno de la escena. Nunca
lo había visto así de desenfrenado, su cuerpo en total tensión y embistiendo
cual toro bravío, pellizcando y lamiendo cada trozo de carne en exposición. El
rostro transfigurado y rojo, sus palabras irreproducibles; no parecía el cortés
y caballeroso hombre de todos los días.
Cuando creía que
no podía ser peor, lo vio retirar su pene y untar a mano llena los pechos de la
mujer con gelatina sobrante del buffet. Entonces sí no pudo más; gritó y vomitó
a la par haciendo que los cuerpos trenzados se separaran como mordidos por
serpientes. La vecina corrió y tomó su vestido, desapareciendo al instante a la
par que gritaba: “Todo ha quedado limpio”.
Sam trató de
recomponerse y con torpeza subió sus pantalones mientras comenzaba a ensayar
unas titubeantes disculpas. Ella lo vio como en cámara lenta, arrodillada sobre
el piso, sudorosa y tembleque, tratando de respirar y calmarse. Todo estaba
mancillado, los espacios tan sagrados que su madre había cuidado y venerado,
habían dejado de serlo.
–Nunca más podré
volver a comer gelatina–murmuraba como letanía, aun sabiendo lo ridículo que
sonaba.
Pero era un
símbolo, si es que la gelatina puede serlo, de algo finiquitado y muerto. La
relación que los había unido, la vida que había tenido hasta entonces. El
hombre la miraba con desconcierto y trataba de borrar la ofensa con sus
palabras, sin percatarse aún que todo estaba terminado.
El llanto de
Camila más que por él era por el mundo que se le acababa de derrumbar al morir
su madre y seguidamente perder el bastón gentil y cómodo de su novio. Podía
perdonar el desamor, pero no la traición y menos la estupidez. Y él lo era. ¿O
creía que ella sería ciega y sorda en su propia casa?
Pasados los
minutos de histeria y desahogo, lo miró con altanero desprecio y lo conminó a
marcharse para no volver. La mirada dura y desconocida lo asustó, jamás la
había conocido así.
–Nunca me habías
hablado así, recapacita, fue el fragor del momento y ella me incitó.
–Pues reaccionas
rápido y olvidas tus deberes pronto. No me interesa, no me interesas–expresó
con pretendida indiferencia.
La asustó
comprobar que era así en realidad como se sentía. Vacía, indiferente a todo.
¿Era el espíritu de su madre que se incorporaba en ella? Como fuera, era la
última vez que él estaba con ella. Jamás podría perdonarle su vileza.
2.
Frenó todo intento
de ayuda y explicación a los manotazos y sintió cierto malvado placer cuando
resbaló y cayó al pisar la resbalosa sustancia que él mismo había derramado. No
sintió piedad al verlo sangrar por efecto de los vidrios de la ensaladera hecha
añicos en el piso. “Otra pieza sublime de su madre mancillada por la cópula de
esos dos animales en celo”, pensó con furia.
–No entiendo cómo
puedes ser tan dura, no es lo que piensas, no significa nada–graznó él desde el
suelo, mientras ello miraba con asombro.
–¿En serio, vas a
negar en forma descarada lo que acabo de presenciar?
–Ella se me
insinuó, me provocó. Yo no soy así, lo sabes bien.
–Pensé conocerte,
pero ahora te veo en realidad–le contestó con calma. Su furia parecía esfumarse
para dar paso a un vacío y una frialdad que no reconocía–. Eres uno más, ni
siquiera pudiste respetar mi dolor, la casa de mis padres.
–Fue la ansiedad,
el sentirme azorado y…
–¿Tú? ¿Qué dejas
para mí?
–Esto fue un
desahogo, sabes que te respeto y quiero, nunca podría hacerte a ti lo que a
ella…
–Por supuesto, yo
no soy una cualquiera. Tu deber era apoyarme.
–Lo he hecho. ¿Me
culpas por un simple polvo? Hace semanas que ni me tocas. A los efectos
podríamos ser hermanos.
Lo miró con
fijeza. Era verdad esto último si lo pensaba bien. Su relación no se basaba en
lo físico, nunca habían pasado más que de castos besos y abrazos y contadas
ocasiones una cópula rápida y limpia. No eran de esas parejas fogosas y
apasionadas que se ven en películas o de las que hablan las canciones, pero
nunca se cuestionó. Y no era el momento ni la ocasión ahora. Era ruin de su
parte traerlo a colación.
–¿No te parece
cruel e innecesario el reproche, tratando de culparme a mí de tus acciones en
uno de los momentos más aciagos de mi vida? –señaló con dolor.
–¡Solo digo que fue
algo impensado, no premeditado! Mi tensión me llevó a ello–argumentó mientras
sacudía sus ropas y recobraba compostura.
Continuó
observándolo en silencio. Cada frase, cada expresión de su cara lo hundía más y
más ante sus ojos. Dios, parecía un desconocido. ¿En qué mundo había vivido que
no había detectado ese egoísmo atroz, esa ordinaria forma de expresarse?
–¡No hagamos esto,
no discutamos! –suplicó él–. ¡Tú me necesitas!
¿Era así?
¿Necesitaba eso? ¿Ahora? ¿De aquí en más? Su instinto le decía que no, que
ahora se jugaba una baza importante y si transaba por debilidad disculpando lo
imperdonable no habría marcha atrás. Se perdería a sí misma y su dignidad, que
era de lo poco que le quedaba.
–¡Vete, Sam,
déjame sola! Necesito descansar y pensar. Mi vida ha cambiado y debo…
–¡No tienes que
hacerlo sola, estoy aquí para ti!
–¿Debo recordarte
que hace apenas segundos estabas para la vecina? –señaló con soberbia–. Debes
irte–endureció el tono, haciendo que él la mirara sorprendido.
El habitual
discurso bonachón y acomodaticio que la caracterizaba ya no estaba. Solo cuando
él cerró la puerta tras de sí al irse sin esgrimir ninguna excusa más, pudo
derrumbarse sobre el piso y dejar que las lágrimas fluyeran. Su corazón
derramaba frustración por la traición, dolor por la pérdida física del
referente más firme de su vida y miedo a lo que se avecinaba, a su futuro. No
creía estar preparada para enfrentar el aluvión de situaciones que se venían:
la herencia, los trámites, la soledad.
“Con Sam a mi lado
sería más fácil, más cómodo” razonó su yo más prudente. Pero a la interna entendía
que el reciente suceso acababa de laudar la relación entre ambos y no había
vuelta atrás. No podría volver a mirarlo a la cara con la misma confianza y el
cariño de antaño. La desilusión era un lastre que no podría dejar ir, se
conocía bien.
Era dócil y fácil
de manejar cuando así lo disponía, pero no olvidaba con facilidad. No era una
de sus virtudes, sus padres siempre le habían señalado esa veta rencorosa, pero
formaba parte de sí. Y en ocasiones como esta la ayudaba a preservarse.
Fue luego de un
buen rato de auto conmiseración que se sintió con fuerzas para incorporarse. La
cocina era un lío, pero así se quedaría. En la mañana vería de llamar a alguien
para limpiar, ese lugar acababa de quedar clausurado para ella.
3.
Agazapada detrás
de la ventana se dedicó lis siguientes días a husmear a su traidora vecina.
Tenía intenciones de confrontarla, obligarla a que la mirara a los ojos y viera
en ellos el intenso desprecio que le provocaba, el asco por su vulgar y
rastrera acción. Con obstinado empecinamiento, ciega a toda razón, esperó a que
asomara un pie, tan solo uno bastaría para que como cohete la alcanzara y
sacudiera tomándola del cuello. Tal vez entonces el tiempo retrocedería y la
soledad en la que se encontraba desaparecería.
Sam insistió los
primeros días buscando su perdón, pero desistió con relativa rapidez, si se consideraba
el amor eterno que juraba tenerle. Ni siquiera para eso tenía constancia el muy
cretino. Le dolía el cuerpo, la vista, la vida. “Sal de aquí, vete lejos, debes
reaccionar. No tienes nada ni nadie que te ate” le decía su mente, pero su
corazón se resistía, este era su hogar.
En la mañana del octavo
día se obligó a arrancarse de la ventana, fustigándose para convencerse de lo
fútil de su accionar, pero fue entonces que vio a su ex salir de la casa opuesta,
acomodándose los pantalones. Tan inmediata fue su furia que pareció que una
bocanada de calor subía por su pecho, alcanzando garganta y cara con rapidez,
tanto que pensó que se incendiaba y le faltaba aire. “Así deben sentirse los
dragones cuando escupen fuego” pensó. No tenía idea por qué esas ideas
peregrinas la asolaban en lo peor de las situaciones, en medio de las
emergencias más crueles.
“¡¡El muy infiel,
traidor, maldito!! ¡Ni siquiera respeta que estoy aquí enfrente! ¡Qué lacra
resultó ser, escondido debajo de su disfraz de cordero!”. Mil castigos y
torturas atravesaron su imaginación en segundos, mientras él se retiraba
caminando, de seguro a buscar su auto escondido por ahí, para que ella no lo
detectara.
Entonces la cólera
la impulsó a la acción y como lanzada por un resorte corrió al patio trasero,
donde tomó al azar una de las bolsas apiladas. Montó en su bicicleta y como
rayo pedaleó por la acera. La guiaba un ciego espíritu de venganza y revancha y
apenas pudo esquivar a un temprano caminante que le gritó asustado por lo
impetuoso de su marcha.
Sam se dio la
vuelta cuando escuchó las voces y tal vez fue la impresión que le provocó la
escena o simple cobardía, pero fue verla y correr con desesperación. Mas nada
podía hacer contra su entrenamiento de años en los distintos caminos de la
comarca; lo alcanzó con facilidad y le cortó el paso, tirándole encima la bolsa
de residuos.
Un apestoso olor
fruto de la descomposición de los alimentos inundó las narinas y el repugnante
sujeto que era su ex lloriqueaba de rodillas tratando de despegarse de su
cabeza y manos la horrible mezcla.
–¡Este es mi sitio
y mi lugar, no quiero volverte a ver por acá! ¿Te queda claro, perra? –le gritó
alucinada, casi encima, con sus ojos desorbitados y sus puños amenazantes.
Su ex asintió con
terror y trastabillante, aprovechó el momento en que ella cedió en su postura
para escapar como conejo rumbo a la madriguera.
–¡Corre, Sam, corre!
– gritó con voz chillona su pecho oscilando por la agitación.
“Parece una
maldita liebre asustada y cobarde” razonó con suficiencia, mientras giraba para
tomar su bicicleta, tirada a un costado luego de la loca carrera. Vio entonces
por primera vez a la variopinta tribuna que había presenciado en primera fila,
asombrados y en silencio, el reciente espectáculo del que fue protagonista
principal.
La observaban sin
dar crédito: la pacífica y anodina Camila, siempre amable y gentil, parecía sin
duda un ogro, una bruja despeinada y alocada, fuera de sí. Ella cayó entonces
en la cuenta de lo que había hecho y no pudo en sí de la vergüenza, por lo que
se montó en su bicicleta y sin mediar palabra huyó.
El instinto y la
memoria de sus músculos la llevaron a los caminos de su infancia, aquellos que
cuando niña recorrió tantas veces con su padre, en uno y otro sentido. La paz
del sendero de grava la tranquilizó. Flanqueada por coloridos cipreses y
acacias, en una gama de ocres, amarillos, naranjas y verdes, solo posible en su
adorado y pequeño pueblo de Burlington, Vermont, transitó con lentitud permitiendo
que su ira se diluyera. Su airado pedalear del inicio se transformó en uno
pausado.
Su mente era un
torbellino. “¿Estoy loca? ¿Qué hice? ¿Qué van a pensar de mí?”. Algunos de esos
vecinos que la miraban con estupor la conocían desde niña y jamás había
exhibido un comportamiento igual. Claro que bueno hubiera sido; su madre jamás
habría permitido un desmadre de tal magnitud.
La brisa otoñal
acariciaba su rostro y hacía de bálsamo. Las lágrimas fluyeron como un vendaval
y tuvo que frenar la marcha. Recostó la bicicleta al gran tronco de un arce y
se acurrucó abrazada a sus rodillas. Se arrepentía tanto, él no merecía eso y
ella tampoco. Actuar como una desquiciada rencorosa, casi como una malviviente.
“¿Qué fue eso de “perra”? ¿Cómo ella usaba esos términos fuera de su
vocabulario?” ¡Esas tontas comedias americanas que él le hacía mirar y que
tanto la fastidiaban eran las culpables!
“Respira,
contrólate. Lo hecho ya está. No te tortures, la gente lo olvidará en unos
días. Lo atribuirán al estrés y él… Bueno, que se apañe”. Tomó posición de yoga y procuró limpiar su
mente de malas ideas y dolores. Respiró con quietud, una, dos, varias veces,
con sus ojos cerrados. Funcionaba, siempre era así.
Recostó su espalda
contra el árbol y se obligó a mirar y disfrutar el paisaje. El lago Champlain
se visualizaba muy bien desde allí, así como los pináculos de la Iglesia del
pueblo. Pero sobre todo lo fantástico era la naturaleza. Era un bello lugar,
siempre lo vio como su remanso y paraíso. El hogar, del que nunca pensó
marchar.
Apenas había
viajado fuera algunas veces; unas pocas excursiones por el Estado, que era muy
similar. Granjas, puentes de madera, bosques de variadas gamas, jarabe de arce,
quesos eran lo típico. Lo más lejos que había ido era Boston, dos o tres veces,
y con sus padres. Recordaba que le había impactado y le había dado tema de
conversación por semanas.
“Boston, ese es un
buen lugar. Ahí iré” se dijo. Lo repitió varias veces, luego en voz alta, como
buscando concientizarse de la decisión que sus impulsos acababan de tomar. Se
marcharía, lejos. Adiós a Burlington y su feria callejera, el lago helado y el
patinaje en invierno, chocolates, la seguridad y el control del mundo conocido.
Hola a Boston y su ajetreo de gran ciudad, lo mundano, lo incierto, la
aventura.
Se imponía el
cambio. Nada la ataba aquí, solo la soledad y los recuerdos, buenos y malos.
Tenía que mutar o perecería ahogada por las memorias y la nostalgia. Poner
tierra entre la vida que acababa de morir con su madre y la nueva que soñaba. O
al menos comenzaba a vislumbrar.