sábado, 2 de diciembre de 2017

Abraza la vida sin miedos, 1er.capítulo

Capítulo 1.
1.
Limpió por vigésima vez una inexistente pelusa en su abrigo, procurando concentrarse en hacer algo que le evitara mirar el doloroso cuadro ante sus ojos. Mas era imposible hacerlo cuando la gente no cesaba de aproximarse para saludarla y dejarle su pésame luego del cortejo fúnebre que había trasladado el cuerpo de su madre hasta su última morada. Unos incipientes copos de nieve comenzaban a caer anunciando las primeras crudas nevadas.
Se estremeció y sacudió la cabeza en gesto de agradecimiento al último de los dolientes que se retiraba. A su lado solo quedó Sam, quien la tomó por los hombros con delicadeza y la condujo hacia el vehículo. Apenas reaccionaba, azorada por la rapidez de los acontecimientos.
Solo una semana atrás su madre aún controlaba su existencia y acciones diarias con mano de hierro y hela aquí ahora. Fría y lejana, cubierta por varias capas de tierra. ¿Cómo podía ser? ¿Qué haría ahora? La brújula de su vida había estado imantada por el norte que su progenitora imponía. Miró a su novio y se recostó a él, buscando su apoyo y amparo. Sintió el alivio de su presencia; no estaba sola, claro que no.
–Vamos, nena. Debes ser fuerte y no pensar en nada ahora, solo en descansar. Yo me ocuparé de todo.
Sus palabras trajeron sosiego y se dejó conducir, como solía ser su actitud. Al llegar a la casa, que lucía devastadoramente grande sin la presencia de su ama natural, miró con desconcierto los restos del buffet que aún permanecían en las mesas luego de la velada mortuoria.
El golpe en la puerta la hizo retroceder mas fue Sam quien allanó el camino a la vecina del frente, quien compungida se acercó y la abrazó. El aroma de su perfume fuerte e intenso la agobió y la mareó aún más. Volvió a recordar en forma automática las palabras de su madre: “Esa mujer se viste como prostituta y se pinta como una puerta”. Sus pechos trascendían el amplio escote, demasiado abierto para la temperatura reinante.
Agradeció el saludo en forma mecánica y con tenue voz, asintiendo después al torbellino de conversación en que la recién llegada la incorporó.
–No te preocupes, mi querida. Debes descansar. Yo me encargo de este desastre, tú no estás para tareas. Limpiaré y guardaré todo. No, no…No aceptaré un no por respuesta, ustedes han sido tan buenos vecinos.
No recordaba ningún gesto de su familia que tuviera una remota relación con lo que decía, sus padres habían sido hoscos y altaneros con el resto y en especial con aquellos a quien no consideraban a la altura económica o moral propia.
–Eso mismo le digo, que procure relajarse y descansar, ha sido mucho–sentenció Sam, apoyando a la locuaz dama.
–Ve a tu cama, haz caso a tu pareja, cielo–ronroneó más que dijo aquella, mientras comenzaba a balancear su cuerpo ajustado en un vestido colorido y sin abrigo.
“Qué exceso de calor tiene” fue lo único que pudo pensar, pero no tenía fuerzas y sus ojos se cerraban. El calmante que su novio le había suministrado comenzaba a ejercer efecto y su dolorido cuerpo lo agradecía.  Subió las escaleras y se tendió en la cama, acurrucada sobre sí misma y tapada hasta la cabeza. El peso de lo que se avecinaba la agobiaba de antemano.
Había sido siempre la niña de papi y mami, protegida y cuidada al extremo, como si fuera un frágil capullo. Aunque esto no quiso decir que obtuviera siempre lo que quería. Sus padres creían en los límites y el esfuerzo, aun cuando le negaron una independencia real a la hora de tomar decisiones.
Durante años vivió en una cómoda y amplia jaula dorada en su hogar de Burlington, Vermont, Nueva Inglaterra. Y todo parecía indicar que moriría allí y así. Todos sus intentos de volar, conocer otros sitios y experiencias fueron limitados o cortados por la firme decisión paterna. El mundo era peligroso, loco. ¿A qué arriesgarse?
Dormitó incómoda, sacudida por los recuerdos y pronto estuvo nuevamente despierta. Adoraba a sus padres aun cuando fuera bien consciente de lo mucho a lo que había renunciado por ellos. Sabía que lo habían hecho porque lo creían por su bien y para evitarle dolores, esos que son inevitables porque el destino esquiva todas las barreras y escudos que queramos interponerle.
No podía dormir más, parecía que la habitación se le venía encima. Bajó las escaleras y miró a su alrededor. Los pequeños cuadros y artesanías que su madre tanto gustaba atesorar la observaban desde paredes demasiado abigarradas. Nunca había aprobado el gusto de aquella por la decoración caótica y transar en algo más sobrio fue imposible. Su madre era la reina del hogar y lo hacía sentir.
“Podrás alhajar las habitaciones como quieras ahora” pensó con amargura. No habría resistencias; estaba sola. Suspiró tragando saliva, deseando que el dolor por la pérdida aflojara y le permitiera respirar.
La sala lucía ordenada y limpia. Estaba a punto de llamar en alta voz a su novio cuando escuchó ruidos ahogados en la cocina. Se dispuso a ayudar con la limpieza, era su deber como nueva ama de casa y no quería agobiar a la gentil mujer que se había ofrecido a ayudar. Algo la detuvo, sin embargo, antes de trasponer el umbral, un gemido contenido que la alertó y la hizo mirar con cautela. Decir que vio la sorpresa de su vida no sería descabellado, tanto que debió tapar su boca con ambas manos para contener el chillido de angustia.
Frente a sus ojos y recostados a la mesada de mármol italiano, niña mimada de su madre, su Sam y la vecina gruñían como posesos. La imagen era demoledora por lo explícita y grosera: él con sus pantalones bajos empujaba su miembro dentro del trasero de la descarada, que con su vestido por la cintura y sus pechos al aire parecía lustrar la mesada con las enviones del amante. Si su madre hubiera visto aquello no habría encontrado detergente que pudiera limpiar la ofensa.
–Así, así, dame duro, la quiero toda.
–¿Te gusta fuerte, perrita? ¡Lo pedías a gritos, hace meses que te tengo ganas! –jadeaba su novio mientras acariciaba las nalgas de la mujer con lascivia total, una expresión que nunca había visto ni tenido con ella.
También era cierto que ella jamás se había comportado como esa atorranta en celo que parecía su vecina. ¡Cuánta razón tenía su madre! No podía moverse ni dejar de mirar; además de lo doloroso de la traición la frenaba lo obsceno de la escena. Nunca lo había visto así de desenfrenado, su cuerpo en total tensión y embistiendo cual toro bravío, pellizcando y lamiendo cada trozo de carne en exposición. El rostro transfigurado y rojo, sus palabras irreproducibles; no parecía el cortés y caballeroso hombre de todos los días.
Cuando creía que no podía ser peor, lo vio retirar su pene y untar a mano llena los pechos de la mujer con gelatina sobrante del buffet. Entonces sí no pudo más; gritó y vomitó a la par haciendo que los cuerpos trenzados se separaran como mordidos por serpientes. La vecina corrió y tomó su vestido, desapareciendo al instante a la par que gritaba: “Todo ha quedado limpio”.
Sam trató de recomponerse y con torpeza subió sus pantalones mientras comenzaba a ensayar unas titubeantes disculpas. Ella lo vio como en cámara lenta, arrodillada sobre el piso, sudorosa y tembleque, tratando de respirar y calmarse. Todo estaba mancillado, los espacios tan sagrados que su madre había cuidado y venerado, habían dejado de serlo.
–Nunca más podré volver a comer gelatina–murmuraba como letanía, aun sabiendo lo ridículo que sonaba.
Pero era un símbolo, si es que la gelatina puede serlo, de algo finiquitado y muerto. La relación que los había unido, la vida que había tenido hasta entonces. El hombre la miraba con desconcierto y trataba de borrar la ofensa con sus palabras, sin percatarse aún que todo estaba terminado.
El llanto de Camila más que por él era por el mundo que se le acababa de derrumbar al morir su madre y seguidamente perder el bastón gentil y cómodo de su novio. Podía perdonar el desamor, pero no la traición y menos la estupidez. Y él lo era. ¿O creía que ella sería ciega y sorda en su propia casa?
Pasados los minutos de histeria y desahogo, lo miró con altanero desprecio y lo conminó a marcharse para no volver. La mirada dura y desconocida lo asustó, jamás la había conocido así.
–Nunca me habías hablado así, recapacita, fue el fragor del momento y ella me incitó.
–Pues reaccionas rápido y olvidas tus deberes pronto. No me interesa, no me interesas–expresó con pretendida indiferencia.
La asustó comprobar que era así en realidad como se sentía. Vacía, indiferente a todo. ¿Era el espíritu de su madre que se incorporaba en ella? Como fuera, era la última vez que él estaba con ella. Jamás podría perdonarle su vileza.
2.
Frenó todo intento de ayuda y explicación a los manotazos y sintió cierto malvado placer cuando resbaló y cayó al pisar la resbalosa sustancia que él mismo había derramado. No sintió piedad al verlo sangrar por efecto de los vidrios de la ensaladera hecha añicos en el piso. “Otra pieza sublime de su madre mancillada por la cópula de esos dos animales en celo”, pensó con furia.
–No entiendo cómo puedes ser tan dura, no es lo que piensas, no significa nada–graznó él desde el suelo, mientras ello miraba con asombro.
–¿En serio, vas a negar en forma descarada lo que acabo de presenciar?
–Ella se me insinuó, me provocó. Yo no soy así, lo sabes bien.
–Pensé conocerte, pero ahora te veo en realidad–le contestó con calma. Su furia parecía esfumarse para dar paso a un vacío y una frialdad que no reconocía–. Eres uno más, ni siquiera pudiste respetar mi dolor, la casa de mis padres.
–Fue la ansiedad, el sentirme azorado y…
–¿Tú? ¿Qué dejas para mí?
–Esto fue un desahogo, sabes que te respeto y quiero, nunca podría hacerte a ti lo que a ella…
–Por supuesto, yo no soy una cualquiera. Tu deber era apoyarme.
–Lo he hecho. ¿Me culpas por un simple polvo? Hace semanas que ni me tocas. A los efectos podríamos ser hermanos.
Lo miró con fijeza. Era verdad esto último si lo pensaba bien. Su relación no se basaba en lo físico, nunca habían pasado más que de castos besos y abrazos y contadas ocasiones una cópula rápida y limpia. No eran de esas parejas fogosas y apasionadas que se ven en películas o de las que hablan las canciones, pero nunca se cuestionó. Y no era el momento ni la ocasión ahora. Era ruin de su parte traerlo a colación.
–¿No te parece cruel e innecesario el reproche, tratando de culparme a mí de tus acciones en uno de los momentos más aciagos de mi vida? –señaló con dolor.
–¡Solo digo que fue algo impensado, no premeditado! Mi tensión me llevó a ello–argumentó mientras sacudía sus ropas y recobraba compostura.
Continuó observándolo en silencio. Cada frase, cada expresión de su cara lo hundía más y más ante sus ojos. Dios, parecía un desconocido. ¿En qué mundo había vivido que no había detectado ese egoísmo atroz, esa ordinaria forma de expresarse?
–¡No hagamos esto, no discutamos! –suplicó él–. ¡Tú me necesitas!
¿Era así? ¿Necesitaba eso? ¿Ahora? ¿De aquí en más? Su instinto le decía que no, que ahora se jugaba una baza importante y si transaba por debilidad disculpando lo imperdonable no habría marcha atrás. Se perdería a sí misma y su dignidad, que era de lo poco que le quedaba.
–¡Vete, Sam, déjame sola! Necesito descansar y pensar. Mi vida ha cambiado y debo…
–¡No tienes que hacerlo sola, estoy aquí para ti!
–¿Debo recordarte que hace apenas segundos estabas para la vecina? –señaló con soberbia–. Debes irte–endureció el tono, haciendo que él la mirara sorprendido.
El habitual discurso bonachón y acomodaticio que la caracterizaba ya no estaba. Solo cuando él cerró la puerta tras de sí al irse sin esgrimir ninguna excusa más, pudo derrumbarse sobre el piso y dejar que las lágrimas fluyeran. Su corazón derramaba frustración por la traición, dolor por la pérdida física del referente más firme de su vida y miedo a lo que se avecinaba, a su futuro. No creía estar preparada para enfrentar el aluvión de situaciones que se venían: la herencia, los trámites, la soledad.
“Con Sam a mi lado sería más fácil, más cómodo” razonó su yo más prudente. Pero a la interna entendía que el reciente suceso acababa de laudar la relación entre ambos y no había vuelta atrás. No podría volver a mirarlo a la cara con la misma confianza y el cariño de antaño. La desilusión era un lastre que no podría dejar ir, se conocía bien.
Era dócil y fácil de manejar cuando así lo disponía, pero no olvidaba con facilidad. No era una de sus virtudes, sus padres siempre le habían señalado esa veta rencorosa, pero formaba parte de sí. Y en ocasiones como esta la ayudaba a preservarse.
Fue luego de un buen rato de auto conmiseración que se sintió con fuerzas para incorporarse. La cocina era un lío, pero así se quedaría. En la mañana vería de llamar a alguien para limpiar, ese lugar acababa de quedar clausurado para ella.
3.
Agazapada detrás de la ventana se dedicó lis siguientes días a husmear a su traidora vecina. Tenía intenciones de confrontarla, obligarla a que la mirara a los ojos y viera en ellos el intenso desprecio que le provocaba, el asco por su vulgar y rastrera acción. Con obstinado empecinamiento, ciega a toda razón, esperó a que asomara un pie, tan solo uno bastaría para que como cohete la alcanzara y sacudiera tomándola del cuello. Tal vez entonces el tiempo retrocedería y la soledad en la que se encontraba desaparecería.
Sam insistió los primeros días buscando su perdón, pero desistió con relativa rapidez, si se consideraba el amor eterno que juraba tenerle. Ni siquiera para eso tenía constancia el muy cretino. Le dolía el cuerpo, la vista, la vida. “Sal de aquí, vete lejos, debes reaccionar. No tienes nada ni nadie que te ate” le decía su mente, pero su corazón se resistía, este era su hogar.
En la mañana del octavo día se obligó a arrancarse de la ventana, fustigándose para convencerse de lo fútil de su accionar, pero fue entonces que vio a su ex salir de la casa opuesta, acomodándose los pantalones. Tan inmediata fue su furia que pareció que una bocanada de calor subía por su pecho, alcanzando garganta y cara con rapidez, tanto que pensó que se incendiaba y le faltaba aire. “Así deben sentirse los dragones cuando escupen fuego” pensó. No tenía idea por qué esas ideas peregrinas la asolaban en lo peor de las situaciones, en medio de las emergencias más crueles.
“¡¡El muy infiel, traidor, maldito!! ¡Ni siquiera respeta que estoy aquí enfrente! ¡Qué lacra resultó ser, escondido debajo de su disfraz de cordero!”. Mil castigos y torturas atravesaron su imaginación en segundos, mientras él se retiraba caminando, de seguro a buscar su auto escondido por ahí, para que ella no lo detectara.
Entonces la cólera la impulsó a la acción y como lanzada por un resorte corrió al patio trasero, donde tomó al azar una de las bolsas apiladas. Montó en su bicicleta y como rayo pedaleó por la acera. La guiaba un ciego espíritu de venganza y revancha y apenas pudo esquivar a un temprano caminante que le gritó asustado por lo impetuoso de su marcha.
Sam se dio la vuelta cuando escuchó las voces y tal vez fue la impresión que le provocó la escena o simple cobardía, pero fue verla y correr con desesperación. Mas nada podía hacer contra su entrenamiento de años en los distintos caminos de la comarca; lo alcanzó con facilidad y le cortó el paso, tirándole encima la bolsa de residuos.
Un apestoso olor fruto de la descomposición de los alimentos inundó las narinas y el repugnante sujeto que era su ex lloriqueaba de rodillas tratando de despegarse de su cabeza y manos la horrible mezcla.
–¡Este es mi sitio y mi lugar, no quiero volverte a ver por acá! ¿Te queda claro, perra? –le gritó alucinada, casi encima, con sus ojos desorbitados y sus puños amenazantes.
Su ex asintió con terror y trastabillante, aprovechó el momento en que ella cedió en su postura para escapar como conejo rumbo a la madriguera.
–¡Corre, Sam, corre! – gritó con voz chillona su pecho oscilando por la agitación.
“Parece una maldita liebre asustada y cobarde” razonó con suficiencia, mientras giraba para tomar su bicicleta, tirada a un costado luego de la loca carrera. Vio entonces por primera vez a la variopinta tribuna que había presenciado en primera fila, asombrados y en silencio, el reciente espectáculo del que fue protagonista principal.
La observaban sin dar crédito: la pacífica y anodina Camila, siempre amable y gentil, parecía sin duda un ogro, una bruja despeinada y alocada, fuera de sí. Ella cayó entonces en la cuenta de lo que había hecho y no pudo en sí de la vergüenza, por lo que se montó en su bicicleta y sin mediar palabra huyó.
El instinto y la memoria de sus músculos la llevaron a los caminos de su infancia, aquellos que cuando niña recorrió tantas veces con su padre, en uno y otro sentido. La paz del sendero de grava la tranquilizó. Flanqueada por coloridos cipreses y acacias, en una gama de ocres, amarillos, naranjas y verdes, solo posible en su adorado y pequeño pueblo de Burlington, Vermont, transitó con lentitud permitiendo que su ira se diluyera. Su airado pedalear del inicio se transformó en uno pausado.
Su mente era un torbellino. “¿Estoy loca? ¿Qué hice? ¿Qué van a pensar de mí?”. Algunos de esos vecinos que la miraban con estupor la conocían desde niña y jamás había exhibido un comportamiento igual. Claro que bueno hubiera sido; su madre jamás habría permitido un desmadre de tal magnitud.
La brisa otoñal acariciaba su rostro y hacía de bálsamo. Las lágrimas fluyeron como un vendaval y tuvo que frenar la marcha. Recostó la bicicleta al gran tronco de un arce y se acurrucó abrazada a sus rodillas. Se arrepentía tanto, él no merecía eso y ella tampoco. Actuar como una desquiciada rencorosa, casi como una malviviente. “¿Qué fue eso de “perra”? ¿Cómo ella usaba esos términos fuera de su vocabulario?” ¡Esas tontas comedias americanas que él le hacía mirar y que tanto la fastidiaban eran las culpables!
“Respira, contrólate. Lo hecho ya está. No te tortures, la gente lo olvidará en unos días. Lo atribuirán al estrés y él… Bueno, que se apañe”.  Tomó posición de yoga y procuró limpiar su mente de malas ideas y dolores. Respiró con quietud, una, dos, varias veces, con sus ojos cerrados. Funcionaba, siempre era así.
Recostó su espalda contra el árbol y se obligó a mirar y disfrutar el paisaje. El lago Champlain se visualizaba muy bien desde allí, así como los pináculos de la Iglesia del pueblo. Pero sobre todo lo fantástico era la naturaleza. Era un bello lugar, siempre lo vio como su remanso y paraíso. El hogar, del que nunca pensó marchar.
Apenas había viajado fuera algunas veces; unas pocas excursiones por el Estado, que era muy similar. Granjas, puentes de madera, bosques de variadas gamas, jarabe de arce, quesos eran lo típico. Lo más lejos que había ido era Boston, dos o tres veces, y con sus padres. Recordaba que le había impactado y le había dado tema de conversación por semanas.
“Boston, ese es un buen lugar. Ahí iré” se dijo. Lo repitió varias veces, luego en voz alta, como buscando concientizarse de la decisión que sus impulsos acababan de tomar. Se marcharía, lejos. Adiós a Burlington y su feria callejera, el lago helado y el patinaje en invierno, chocolates, la seguridad y el control del mundo conocido. Hola a Boston y su ajetreo de gran ciudad, lo mundano, lo incierto, la aventura.
Se imponía el cambio. Nada la ataba aquí, solo la soledad y los recuerdos, buenos y malos. Tenía que mutar o perecería ahogada por las memorias y la nostalgia. Poner tierra entre la vida que acababa de morir con su madre y la nueva que soñaba. O al menos comenzaba a vislumbrar.


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